Drop Down MenusCSS Drop Down MenuPure CSS Dropdown Menu

Friday, March 16, 2018

Paisajes simples

Es sobre Visages villages (2017) de Agnès Varda y JR.
por Joaquín Tapia Guerra

Paisajes simples, desenfadados, con una linda corrección de color. Un documental francés de un millón de dólares, con cinco productoras y una distribuidora asociadas, que ha estado en Cannes fuera de competición y ha perdido el Oscar contra Icarus (Fogel, 2017). Unos créditos iniciales, video posproducido que quiere parecer dibujo a pulso, que hacen recuerdo a los de P’tit Quinquin (Dumont, 2014). Un título que al traducirse pierde su sonoridad homófona: Faces places, Caras lugares, Visages villages. Y dos realizadores. JR, joven fotógrafo francés que comenzó como grafitero y famoso, al parecer, por sacar retratos de personas, generalmente en lugares tercermundistas, imprimirlas luego en blanco y negro en formato gigantesco con un camión muy equipado y hipster en el que viaja, y colarlas en paredes y suelos de lugares públicos. Agnès Varda, vieja cineasta belga que también comenzó como fotógrafa, que, siempre dicen, fue la iniciadora de la Nouvelle vague con esa forma de película que un poco inventó en La pointe courte (1956), amiga de Resnais, Marker, Godard, todos los grandes, de sempiterno peinado honguito teñido de guindo, aunque sin el cuidado de cubrir muy pronto el blanco entero que se revela cuando su cabello de nuevo crece. Hace poco, ella ha hecho Les plages d’Agnès (2008), donde empieza diciendo algo muy parecido al título de esta nueva película, empieza diciendo (se los traduzco): ‘‘si abriéramos a la gente encontraríamos paisajes, si me abriera yo encontraríamos playas’’.


En suma, una viejita encantadora capaz de prometer que el cine no se agota, no se consume, a pesar del tiempo, y que en Visages villages ya está algo ciega pero aun así admira en su libro una foto de una pareja de viejitos cubanos que JR coló sobre paredes deshechas, que la hace preguntarse cómo es posible que no se hayan conocido antes, él y ella. Entonces empiezan actuando y explicando en off de qué maneras no se han conocido. Es chistoso, original. Se avisan de su mutuo interés: él, que no ha olvidado sus películas, todos esos frescos que tanto lo han marcado; ella, que sus fotos la han escandalizado, que verlo con sus gafas negras le ha hecho recuerdo a Godard. Se ve entonces a Godard sin gafas, la única vez que se las quitara a pedido de ella, en esa pequeña película muda que hay dentro de Cléo de 5 à 7 (1962).  


‘‘JR responde a aquello que más deseo: las caras que encuentro, fotografiarlas, para que no caigan demasiado pronto en los huecos de mi memoria.’’

Juntos empiezan un viaje hacia el norte de Francia, una región que Varda recordaba por sus postales de mineros, y que con el pretexto de las fotos gigantescas de JR, van visitando de puerta en puerta. Eso es la película. Lugares alejados de Francia, hijos de mineros, campesinos réquete modernizados a la europea, charlas breves y sinceras con la gente, música melosa sobre dollys de las paredes que van quedando cubiertas de fotos a su paso. Algo comienza a parecer sospechoso. Sin querer, es como si le hubiese estado haciendo un reclamo a la película. ¿Demasiado risueño? Mi radar boliviano me estaba pidiendo tristeza al lado de toda esa cosa de la memoria, de las fotos del recuerdo, y la iba a haber, en la película la iba a haber, pero esas guitarritas no me terminaban de convencer, ese no sé qué de las fotos que salían del camión de JR, instagrameras aunque lindas. Porque eso era pues Instagram en un principio: corrección de color estilo vintage, textura de vejez digitalmente falseada, Polaroid para el viajero posmoderno de hoy. Sin embargo, la amistad entre el fotógrafo treintañero y la veterana cineasta ochentona, que era lo que impulsaba esta película, para mí, era asombrosa, lograba sentirse normal y verdadera.

Una casualidad estudiantil me ha hecho leer Lezama Lima poco después de ver Visages villages; un texto en particular: ‘‘Mitos y cansancio clásico’’. También ahí se habla del paisaje. El paisaje, como una cosa que siempre está en devenir, dice, que va primero hacia un sentido regalado por el historicismo, para luego continuar hacia una visión histórica entregada por una imagen participando en la historia. Según el texto, lo segundo sería lo mejor, y esto de alguna manera se ejemplifica y se expone hasta llegar a proponer un método que tiene que ver con el hecho de que eventualmente, en la historia, será imposible usar otra técnica que no sea la ficción, pero una ficción de mitos, que se vuelve a su vez nuevos mitos, ‘‘con nuevos cansancios y terrores’’. Para facilitar, creo que esto se entiende bastante bien con un dicho que he visto a mi amiga Luciana Decker citar hace poco: ‘‘recordar es volver a vivir’’. En adelante el texto se dedica a hablar de cómo Hegel decidió no contemplar Latinoamérica para su Filosofía de la historia universal, del Popol vuh, de los problemas y las potencias latinoamericanas en este mundo a todas luces barrido por una ficción voraz e histórica que agarramos sólo a veces, sólo a través de imágenes.

Todo esto trae a la memoria, otra vez, aquella pregunta con que interrogaron a José Luis Guerín durante su visita al Radical del 2016: ¿qué es documental? ¿qué es ficción? Y como en su película Guest (2010) dice enérgicamente Akerman, se puede volver a responder: no hay diferencia. Pero la voz, por lo demás demasiado institucional, desde la que esa vez vino la pregunta impone como un bloque de contemporaneidad, que sólo puede sernos estreñidor. Sin embargo aquí, con Lezama, se hace posible devolverle una incumbencia personal: como si el bloque tuviese la misión de impedirnos ver la importancia que efectivamente tiene esta pregunta, así sea para nunca jamás responderla. Todo esto trae a la memoria, además, otro texto de Walter Benjamin, que a la insistencia mi profesora explicaba que Lezama no podría haber leído, porque su texto es de 1957, y Benjamin fue traducido al español recién en los sesentas. Cito un recorte: ‘‘Para los historiadores que desean revivir una era, Fustel de Coulanges recomienda ocultar todo lo que saben acerca del curso que la historia siguió. No hay mejor forma de caracterizar el método con que rompió el materialismo histórico. Es un proceso de empatía cuyo origen es la indolencia del corazón, acedia, que se desespera con agarrar y sujetar la genuina imagen histórica cuando ésta pasa velozmente. Entre los teólogos medievales era considerada la causa principal de tristeza. Flaubert, quien estaba familiarizado con esto, escribió: «Poca gente adivinará cuánto ha hecho falta estar triste para resucitar Cártago.» La naturaleza de esta tristeza descolla más claramente si uno pregunta con quién simpatizan realmente los que se adhieren al historicismo. La respuesta es inevitable: con el vencedor.’’

Aquí pueden parar de leer quienes no quieran perderse una linda sorpresa de Visages villages que todavía no he dicho. A su llegada, como dijera una vez Herzog sobre Korine, esta sorpresa me ha hecho caer de mi silla, y al terminar como termina me ha hecho quedar aun más triste que un historicista. Paren de leer entonces, si así lo deciden, o si no sigan.

Toda chocha de amistad, Varda decide llevar a JR a visitar a otro amigo suyo de larga data. Los dos realizadores están en un tren, durmiendo, ya sólo faltan diez minutos de película y ahí ella le avisa: ‘‘Tengo algo para ti.’’ Se nota que está nerviosa, le pregunta a él si también está nervioso. Él le pregunta: ‘‘¿Cómo va a ir este reencuentro?’’ ‘‘Vamos a ver, vamos a ver. Como él es imprevisible no se puede saber.’’ ‘‘¿Por qué él es así?’’ pregunta. ‘‘Porque es muy solitario, es un filósofo solitario. Él ha creado el cine, ha cambiado el cine, él mismo. Y sus películas son bellas. Es un inventor, un buscador. Necesitamos gente así en el cine.’’

Llegan a la casa de Jean-Luc Godard, quien los recibe con la puerta cerrada y un mensaje codificado. Varda casi se pone a llorar: el mensaje quiere hacerle recuerdo de Jacques Demy, su difunto esposo, y una película de ella cuyo título significa: al lado de la playa.

Es increíble cómo estas partes de películas se vuelven entrañables, y tremendas, no sólo por ellas, sino porque le permiten a uno imaginarse todo un mundo de personas, de vidas y amistades que se abrazaban lado a lado con las películas que iban saliendo con los años, y que son lo único que podemos tener cerca ahora. Y el gesto de Godard de plantarlos, de perramente no aparecer, que te hace sentir por un rato cerca de todo ese cine que tú, como Varda quizás no y seguramente JR tampoco, has admirado pero visto siempre desde lejitos, como intimidado.


La playa saca de Varda un recuerdo: una temporada que pasaron en Niza Godard, Anna Karina, Demy y ella. Godard, dice, leía todo el día y Anna Karina se la pasaba diciendo: ‘‘No sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer?’’, casi como una niña diciéndole a sus papás que está aburrida. Te hace dar pena y risa a la vez la posición en que se veía atrapada Anna Karina por no poder entrar a ese doble mundo de amistad y trabajo, un mundo al que al final quizás JR tampoco entra, mundo de amistades que te obligan a aprender con dolor a interpretar silencios.