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Wednesday, May 15, 2019

Difuntos y azorellas paceñas

Aprovechando la presentación de SONIDOS/ESPACIOS en la cinemateca boliviana el sábado 18 de mayo de 2019 a las 1930, les compartimos este texto de Marcelo Gonzales respecto a la propuesta del conjunto En Árbol Difunto y de Azorella.



Difuntos y azorellas paceñas

Marcelo Gonzales

Algo tiene La Paz que puede incitar al silencio, a la observación muy puntualizada, detenida y seria de lo circundante, a la búsqueda de una oscuridad que ilumine por contraste, esclarecedora de otros algos de similar sutileza, claro, para el que decida inclinarse hacia esos lindes, alejándose de las modas y dirigiéndose al menos por pequeños lapsos a una estancia más propia de lo atemporal. Incluso el consumo de oxígeno, más bajo que el promedio, quizás influencie en esos efectos, un poco dándonos un toque de muerte, de necesidad de soledad o interioridad gigante en los más osados. Me acuerdo al volver de vacaciones de La Habana disfrutar en una sala del aeropuerto de Lima del sonido de la charla entre dos coterráneos a los cuales apenas se les podían oír las "s" levemente silbadas, contrastando con fuerza con el mulato de Centro Habana y su amigo descendiente de pirata diente frío hablando a gritos, declarándose a cuanta escultura de voz dulce se subía a la guagua. El que vive en una altura como la nuestra está obligado a detenerse ante el cerro, al menos un momento. No sabe de lo que se está perdiendo el que cree que vivir en La Paz es lo mismo que vivir en Miami o Timbuktú, los negocios son los mismos, no teniendo una necesidad natural de contemplar la alta montaña nevada con emoción, al menos algunas veces en su vida, o tratar de sentir el peso del cuerpo en el mirador, oyendo todo el sonido de la hoyada como uno solo, no el pájaro separado de la bocina histérica.






Acabo de recordar que nunca vi un grupo de rock progresivo a la Crimson allá en la isla cubana. Vi hasta metaleros del partido comunista con camisetas negras del che, jazzistas y reguetoneros por montones, uno que otro trovador con rastas, pero no rockeros progresivos, que de seguro deben existir, y muy buenos, por el nivel de técnica musical al que suelen llegar los instrumentistas allá en la isla, pero no como algo frecuente. Eso me lleva a donde iba: acá en La Paz existe un serio compromiso por parte de algunos artistas, en este caso músicos, con la contemplación, la comprensión de lo que es la ciudad, el país, la calle, la altura, uno mismo, sus calaveras y ángeles, todos estos como entes complejos e interconectados, parecidos a la corona de cerros que nos rodea y a la mezcla barroca de yatiris ojiverdes misteriosos de la cabecera del valle, chocos a la gringa, chocos a la india, abogansters, pacos corruptos, mujeres como magas, brujas, cholas, peruanos y uno mismo, medio brunette aindiado con algo de todos los anteriores, tratando de ser artista, filósofo y ser humano, tratando de regular sus perillas y parecerse en algo a la belleza séptuple que organiza la luz. Es decir, existe una complejidad profunda  y silente en nuestra ciudad, nuestra condición, nuestro propio estilo y ser paceño, que puede parecerse, infiltrarse o dialogar muy bien con ciertas expresiones del arte, por ejemplo, con cierto rock progresivo, música con muchas aristas, subidas y bajadas, cortes súbitos, acumulaciones, momentos, transformaciones, intentos de ir un poco más allá, un poco más extenso, rozar lo extremo.

Entre algunas otras, a todas estas ideas me llevó el concierto que dieron el pasado viernes en el espacio “INNI”, “Azorella” y “En Árbol Difunto”. Desde la salida, aún en los efectos de la catarsis me dije: Escribiré algo, también para decirles o sugerirles un par de cosas a mis cuates, porque son mis amigos pues los entes de ambas bandas. Más allá de que el hecho mismo de un concierto como cierre de ciclos y pequeñas despedidas tuvo ya una carga alta de emocionalidad, la música, que es la que siempre manda, me hizo viajar, pensar, no pensar, morir, reír, querer llorar, bailar en mi asiento hecho al metalero, con ganas de hacer rock, como un niño. Un primer punto que me es necesario resaltar es la madurez. Entiéndase lo siguiente: No existen genios, o lo que existe es la perfección de la idea: “genio”, quizás más colaborándonos desde el buen deseo de querer alcanzarla día tras día. Pero el motor real y primordial es el trabajo, mucho trabajo, entregado, loco, intenso. Horas. Si el mismo maestro Paco de Lucía, que es como una serpiente de Oriente hablaba así, que los miles de genios que están rondando por ahí se cuestionen un poco.  Me conmovió ver a la madurez a la que han llegado los Azorella boys. Creo que la última vez que los vi fue en el Equinoccio en noviembre del 2017, compartiendo concierto con La Burkina y si aún allí ya mostraban una buena canalización de ciertas ideas y búsqueda de contraste, profundidad, en lo interpretativo de repente les faltaba más solidez, afinación, etc. Ahora todo ha llegado a un punto de mucha y evidente madurez, que se siente y llega a los oídos y a los nervios directamente. Les oí decir o entendí que su cierre de ciclo correspondía a despedirse de ciertas piezas o de un disco. Ya que su encuentro se efectúa después de un año de no tocar yo les sugeriría no abandonar por completo esas músicas. La música nunca termina de madurar, como uno mismo. Al final esas piezas pueden ser refugios, territorios a los cuales acudir en las sequías. Hagan nueva música pero como intérpretes no abandonen esas otras piezas, que además muchos recién comenzarán a oír y soñar en vivo. Que quede claro que esto son sugerencias. Hagan lo que tengan que hacer. En cuanto a “En Árbol Difunto”, tienen algo muy propio ya desde la misma ejecución del sonido. Las dos guitarras con cuerdas de nylon (no es sólo que yo veo guitarras nylon y me derrito como hielo al sol) obligan a la batería a cambiar de baquetas y al rock mismo a bajarse unos cuantos decibeles, respaldados por el cello y sus otros dos compañeros para enfrentar el reto de mantener ese factor de búsqueda constante de variación y clímax que tiene este tipo de rock progresivo. El rasgueo de la guitarra casi como un reemplazante de la distorsión. Las voces de mis amigos cantando con todo, entregando el alma, hablando del cuerpo, de la distancia, de los cuartos, de eso que se asienta un poco más allá de lo que tenemos ante nuestras narices peludas y retocadas. A ustedes igual les sugiero no abandonar músicas, no decidir no tocarlas nunca más, y seguir trabajando más allá de las distancias físicas, que les aseguro pueden ser menores de lo que se suele creer. Recalco que sólo son sugerencias de pana y colega. Yo vengo o quiero venir del mundo de los viejos latinoamericanos y en ese ámbito nunca se habló de no volver a tocar una música, al menos que sea por un despecho muy incurable o una intensa historia similar. Como dije, son refugios, son seres ya a parte de nosotros. No los encerremos en la red de por vida. Pero quizás finalmente mi deseo es un poco egoísta y va de lado de querer volver a ver tales piezas, volver a vivir tales momentos, lo que resulta ilusorio: “Nadie se baña dos veces en el mismo río” (H.). Acá termino este ensayo. A seguirle dando manivela a nuestra música, La Paz. Difuntos, azorellas, lo mismo, como parte.