Difuntos y azorellas paceñas
Marcelo Gonzales
Algo
tiene La Paz que puede incitar al silencio, a la observación muy puntualizada,
detenida y seria de lo circundante, a la búsqueda de una oscuridad que ilumine
por contraste, esclarecedora de otros algos de similar sutileza, claro, para el
que decida inclinarse hacia esos lindes, alejándose de las modas y dirigiéndose
al menos por pequeños lapsos a una estancia más propia de lo atemporal. Incluso
el consumo de oxígeno, más bajo que el promedio, quizás influencie en esos
efectos, un poco dándonos un toque de muerte, de necesidad de soledad o interioridad
gigante en los más osados. Me acuerdo al volver de vacaciones de La Habana
disfrutar en una sala del aeropuerto de Lima del sonido de la charla entre dos
coterráneos a los cuales apenas se les podían oír las "s" levemente
silbadas, contrastando con fuerza con el mulato de Centro Habana y su amigo
descendiente de pirata diente frío hablando a gritos, declarándose a cuanta
escultura de voz dulce se subía a la guagua. El que vive en una altura como la
nuestra está obligado a detenerse ante el cerro, al menos un momento. No sabe
de lo que se está perdiendo el que cree que vivir en La Paz es lo mismo que
vivir en Miami o Timbuktú, los negocios son los mismos, no teniendo una
necesidad natural de contemplar la alta montaña nevada con emoción, al menos
algunas veces en su vida, o tratar de sentir el peso del cuerpo en el mirador,
oyendo todo el sonido de la hoyada como uno solo, no el pájaro separado de la
bocina histérica.
Acabo de
recordar que nunca vi un grupo de rock progresivo a la Crimson allá en la isla
cubana. Vi hasta metaleros del partido comunista con camisetas negras del che,
jazzistas y reguetoneros por montones, uno que otro trovador con rastas, pero
no rockeros progresivos, que de seguro deben existir, y muy buenos, por el
nivel de técnica musical al que suelen llegar los instrumentistas allá en la
isla, pero no como algo frecuente. Eso me lleva a donde iba: acá en La Paz
existe un serio compromiso por parte de algunos artistas, en este caso músicos,
con la contemplación, la comprensión de lo que es la ciudad, el país, la calle,
la altura, uno mismo, sus calaveras y ángeles, todos estos como entes complejos
e interconectados, parecidos a la corona de cerros que nos rodea y a la mezcla
barroca de yatiris ojiverdes misteriosos de la cabecera del valle, chocos a la
gringa, chocos a la india, abogansters, pacos corruptos, mujeres como magas,
brujas, cholas, peruanos y uno mismo, medio brunette aindiado con algo de todos
los anteriores, tratando de ser artista, filósofo y ser humano, tratando de
regular sus perillas y parecerse en algo a la belleza séptuple que organiza la
luz. Es decir, existe una complejidad profunda y silente en nuestra ciudad, nuestra
condición, nuestro propio estilo y ser paceño, que puede parecerse, infiltrarse
o dialogar muy bien con ciertas expresiones del arte, por ejemplo, con cierto
rock progresivo, música con muchas aristas, subidas y bajadas, cortes súbitos,
acumulaciones, momentos, transformaciones, intentos de ir un poco más allá, un
poco más extenso, rozar lo extremo.
Entre
algunas otras, a todas estas ideas me llevó el concierto que dieron el pasado
viernes en el espacio “INNI”, “Azorella” y “En Árbol Difunto”. Desde la salida,
aún en los efectos de la catarsis me dije: Escribiré algo, también para
decirles o sugerirles un par de cosas a mis cuates, porque son mis amigos pues
los entes de ambas bandas. Más allá de que el hecho mismo de un concierto como
cierre de ciclos y pequeñas despedidas tuvo ya una carga alta de emocionalidad,
la música, que es la que siempre manda, me hizo viajar, pensar, no pensar,
morir, reír, querer llorar, bailar en mi asiento hecho al metalero, con ganas
de hacer rock, como un niño. Un primer punto que me es necesario resaltar es la
madurez. Entiéndase lo siguiente: No existen genios, o lo que existe es la
perfección de la idea: “genio”, quizás más colaborándonos desde el buen deseo
de querer alcanzarla día tras día. Pero el motor real y primordial es el
trabajo, mucho trabajo, entregado, loco, intenso. Horas. Si el mismo maestro
Paco de Lucía, que es como una serpiente de Oriente hablaba así, que los miles
de genios que están rondando por ahí se cuestionen un poco. Me conmovió ver a la madurez a la que han
llegado los Azorella boys. Creo que la última vez que los vi fue en el
Equinoccio en noviembre del 2017, compartiendo concierto con La Burkina y si
aún allí ya mostraban una buena canalización de ciertas ideas y búsqueda de
contraste, profundidad, en lo interpretativo de repente les faltaba más
solidez, afinación, etc. Ahora todo ha llegado a un punto de mucha y evidente
madurez, que se siente y llega a los oídos y a los nervios directamente. Les oí
decir o entendí que su cierre de ciclo correspondía a despedirse de ciertas
piezas o de un disco. Ya que su encuentro se efectúa después de un año de no
tocar yo les sugeriría no abandonar por completo esas músicas. La música nunca
termina de madurar, como uno mismo. Al final esas piezas pueden ser refugios,
territorios a los cuales acudir en las sequías. Hagan nueva música pero como
intérpretes no abandonen esas otras piezas, que además muchos recién comenzarán
a oír y soñar en vivo. Que quede claro que esto son sugerencias. Hagan lo que
tengan que hacer. En cuanto a “En Árbol Difunto”, tienen algo muy propio ya
desde la misma ejecución del sonido. Las dos guitarras con cuerdas de nylon (no
es sólo que yo veo guitarras nylon y me derrito como hielo al sol) obligan a la
batería a cambiar de baquetas y al rock mismo a bajarse unos cuantos decibeles,
respaldados por el cello y sus otros dos compañeros para enfrentar el reto de
mantener ese factor de búsqueda constante de variación y clímax que tiene este
tipo de rock progresivo. El rasgueo de la guitarra casi como un reemplazante de
la distorsión. Las voces de mis amigos cantando con todo, entregando el alma,
hablando del cuerpo, de la distancia, de los cuartos, de eso que se asienta un
poco más allá de lo que tenemos ante nuestras narices peludas y retocadas. A
ustedes igual les sugiero no abandonar músicas, no decidir no tocarlas nunca
más, y seguir trabajando más allá de las distancias físicas, que les aseguro
pueden ser menores de lo que se suele creer. Recalco que sólo son sugerencias
de pana y colega. Yo vengo o quiero venir del mundo de los viejos
latinoamericanos y en ese ámbito nunca se habló de no volver a tocar una música,
al menos que sea por un despecho muy incurable o una intensa historia similar.
Como dije, son refugios, son seres ya a parte de nosotros. No los encerremos en
la red de por vida. Pero quizás finalmente mi deseo es un poco egoísta y va de
lado de querer volver a ver tales piezas, volver a vivir tales momentos, lo que
resulta ilusorio: “Nadie se baña dos veces en el mismo río” (H.). Acá termino
este ensayo. A seguirle dando manivela a nuestra música, La Paz. Difuntos, azorellas,
lo mismo, como parte.