por Joaquín Tapia Guerra
Primero, como es frecuente, Pablo
Barriga estaba vendiendo textos traducidos por él y su hermano en las antesalas
de las proyecciones del Radical, a un precio que sólo cubre el costo del papel
y las grapas. Entre ellos estaba Dispersión
y montaje: una conversación entre Harun Farocki, Georgres Didi-Huberman y
Ludger Schwarte en el Schaulager, y las preocupaciones y los nombres que
resonaban en esa conversación, por una parte, al menos para mí, hacían recuerdo
a las preocupaciones y los nombres que también han resonado en torno a las
fechas del Radical de este año. Por otra parte, esta conversación está muy
alejada de nosotros y en nada se parece a las del Radical, al menos no para mí.
Entonces el propósito de este texto es explicar la doble impresión que he
tenido al leer esta conversación traducida por Pablo Barriga, y al hacerlo,
hablar de las películas de los colegas bolivianos, de amor y de cine, como
siempre, las cosas que importan.
En el 2013, Mauricio Souza publicaba
en el periódico Página Siete su comentario sobre la película Yvy Marey, de Juan Carlos Valdivia. En el final dice: ¨Yvy Marey sea acaso la mejor película de Valdivia. Si le
reprochamos que sea tan charlada en su búsqueda o tan didáctica en sus
alegorías culturales, lo hacemos conscientes de que es una película que ya
parte de un grado cero: está muy bien hecha.¨ Y en su libro The art and politics of bolivian cinema,
José Sánchez dice que en 1913 un artículo en el periódico El Tiempo celebraba
las imágenes de Luis Castillo por ser ¨tan nítidas como las producciones
extranjeras y que la cámara de Castillo capturaba vívidamente las imágenes de
la ciudad.¨ Este salto de cien años a través de la prensa boliviana, ¿qué es
capaz de revelarnos? He dicho antes, de manera más tímida, que el cine es un
campo de batallas políticas entre países mucho más grandes que el nuestro. Esto
es cierto y vamos a discutirlo más adelante, pero por ahora otra cosa nos
importa, algo que es como una sospecha: quizás en el cine de todo el mundo,
cada cien años y por ciertas casualidades específicas de las disponibilidades
técnicas, la cosa se democratiza y es como si una pequeña ventana se abriera en
donde es posible alcanzar los mismos valores de producción sin importar cuál
sea el país desde el cual trabajamos para hacer cine. Quizás no. Es una
sospecha.
Pero por diversión supongamos que
así es. ¿Qué sería importante sacar de ese supuesto? Para mí, dos cosas. Primero,
que el solo hecho de sospechar algo así ya nos delata, ya deja claro que no
estamos en Hollywood y que por eso nos preocupa la democratización de los
valores de producción. Segundo, que lo que se lee entre líneas en esos dos
recortes de prensa es una preocupación, muy característica de los cineastas y
del público boliviano, por desvestir a nuestras películas de toda t'ampullez inherente; dicho de otro
modo, por quitarles su valor distintivo, añadido espontáneo, que interpretamos
tristemente como falta de calidad e inevitable recurrencia a los temas de
pobreza, hambre, educación, revolución: lugares comunes de nuestro tercer mundo.
Pero de aquí sale una discusión que no nos va a llevar a ninguna parte, así que
cambiemos de curso.
Quizás la mejor manera de cambiar de
curso sin perder de mente lo que veníamos diciendo sería fijarnos en esto que
decía Kuleshov sobre el naciente movimiento del cine ruso, durante los mismos
años en que Luis Castillo aparecía comentado en El Tiempo:
Primero que nada,
dividimos el cine en tres tipos básicos: el cine Ruso, el cine Europeo y el
cine Americano. [...] Cuando empezamos a comparar las películas típicamente
Americanas, típicamente Europeas y típicamente Rusas, nos dimos cuenta de que
eran distintivamente diferentes una de la otra en su construcción. Nos dimos
cuenta de que en una secuencia particular de una película Rusa habían, digamos,
diez a quince empalmes, diez a quince arreglos diferentes, [...] mientras en la
película Americana podían haber desde 80, a veces hasta 100, tomas
independientes.
E inmediatamente después añade:
Las películas Americanas
tomaron el primer lugar en provocar reacciones de la audiencia; las películas
Europeas tomaron el segundo; y las películas Rusas, el tercero. Nos sentimos
particularmente intrigados por esto, pero en el comienzo no lo entendíamos.
Hay en las palabras de Kuleshov una
consciencia fundamentada en las circunstancias políticas de la época. Esta
consciencia consiste en saber que las películas de cada país son productos
significativamente distintos que a su vez producen reacciones
significativamente distintas en la audiencia. Tal consciencia es igual de clara
e influyente aquí en Bolivia, también existe desde hace tiempo, pero no es para
nada tan explícita. Lo que Kuleshov procede a decir luego del fragmento que
cito es que él y su grupo se dedicaron a ver películas y a estudiarlas, a
pensar en sus aspectos formales, a pensar si en verdad había una cualidad que
demostrara que el cine era un arte. Ese trabajo, emprendido además de manera
tan consciente, no tiene parangón en Bolivia.
Aquí nos detenemos. Las preguntas
que deben seguir a estos razonamientos quizás podrían ser: ¿Cuál es el origen
de la preocupación por que nuestras películas se vean bien hechas o iguales a las extranjeras? ¿La superioridad
técnica en la realización del cine tiene siempre que ir de la mano de la
superioridad económico-política de un país por sobre otro? ¿La t'ampullez inherente en el cine Boliviano responde únicamente a una inferioridad técnica o tiene otras causas?
¿Por qué nunca ha habido una continuidad en la reflexión acerca de las
cualidades específicas de un cine Boliviano en comparación con otros? ¿Por qué
tal reflexión, cuando la hubo de manera intermitente, no partió, como en el
caso de Kuleshov y sus colegas, desde los mismos cineastas?
El viernes 15 de septiembre he visto
algunas películas traídas al Radical de este año por el programador peruano
John Campos. He visto Dictado (Edward
de Ybarra, 2016, 18'), Q'ellucha
(Marco Panatonic, 2016, 11'), Cocachauca
(Analucía Roeder y Julieta Gutiérrez, 2016, 45') y Más amor, por favor (Adalí Torres, 2016, 23'). De estos cuatro, los
mejores sin duda eran Cocachauca y Más amor, por favor. Lo que los hizo
increíbles para mí era ante todo su sonido y su edición. En Más amor, por favor las personas se
filman entre ellas mismas y así sus juegos y el paso del tiempo se logra sentir
muy natural, muy tranquilo. En cierto momento las ideologías LGBT se apoderan
del discurso del corto y ahí se arruina un poco, pero antes el sonido y los
gestos arman un ritmo que la edición sabe articular bien, antes Amador (el
protagonista) realmente logra comunicarnos sus deseos y sus miedos y su vida, y
las siluetas en un cerro de arena en medio del smog limeño, el sonido de los
roces y el color de los rubores de veras nos erizan la piel.
Cocachauca
es más tremendo. Agua, escarchas, ruidos electrónicos, cosas vistas
generalmente bien de cerca, naturaleza, hormigas, perspectivas confusas que te
hacen girar la cabeza, casas hechas mierda. La sensación de tener un soundtrack
de cuatro pesos, a lo Korine o Godard, pero mezclado de manera experimental,
con distorsiones, efectos y delays que vuelven a la película un viaje
alucinante. La sensación de comparar esta selección titulada ¨Radicalismos
peruanos¨ con otras más flacas. La sensación, que ni películas tan guerrilleras
como las de César Gonzalez activan, de la sala vacía, la persona que te
reconoce de la proyección anterior y entra y se sienta cerca pero no a tu lado,
como en película de Tsai Ming-Liang, y uno se dice a sí mismo oh por dios se
van a lastimar, estas personas se van a lastimar, se van a romper sus
esperanzas de conocerse y todo va a terminar en algún parque deshecho en medio
de lágrimas solitarias, pero la sensación de murmullos cojudos igual, de blocs
de notas aunque todos sepamos que se va a escribir en los celulares, y la bulla
emputante de la película de la sala 1, que interrumpe los silencios de la
nuestra.
El cine está vivo. Le agradecemos al
Radical el hacernos recuerdo, por lo menos una vez al año, de que no todo es
cuestión de ver películas en la computadora. Se lo agradecemos a los estrenos
bolivianos también, que por patriotas o por amigos nos sacan de nuestros
cuartos y nos empujan a las salas de cine. Y salimos pálidos, habiendo olvidado
que ver películas en el cine también se trata de renegar por las personas que
salen en media proyección a comprarse una coca-cola mini y vuelven a entrar sin
remordimiento.
Sin planteárselo, en estos cuatro
años el Radical también ha sido testimonio de la relación, de cineastas y de
programadores, con nuestros vecinos peruanos. Videofilia (Juan Daniel Molero, 2015, 112') está ahí; cómo los
colegas bolivianos se han traumado de que gane el Festival de Rotterdam; cómo
los peruanos han invitado a Gilmar Gonzales a dar talleres sobre la posibilidad
de leer a qué tradiciones se adscribe una película a partir de sus
planos-contra planos; cómo ahora, dos años más tarde, John Campos trae siete nuevas
películas a Bolivia. Sin duda nuestros vecinos son más productivos, en sus
películas logran huevear menos enojosa o culposamente, saben editar mejor,
entienden la gigante importancia del sonido, pensado no desde ideas separadas
de banda sonora, sonido directo y foley, sino como un conjunto y las sensaciones
que es capaz de producir y comunicar. Lo mejor que nos ha traído y nos sigue
trayendo el Radical es esta relación tan cercana que tenemos con el cine Peruano.
Ahora sí, volvamos a la conversación
que titula Dispersión y montaje. Esta
conversación se desarrolla en torno a una película reciente de Farocki, Aufstellung (2005, 16'). No he podido
encontrar la película en internet, pero de lo que hablan se entiende que es un
corto que monta imágenes que son ¨ensamblaje de texto e imagen¨, algo así como
el anuncio de Panzani que observa Barthes en
Lo obvio y lo obtuso, pero no restringidas a publicidades, sino también
simples letreros, gráficos en periódicos, revistas, libros, noticieros,
etcétera. El tema de las imágenes son las migraciones laborales hacia Alemania,
organizadas en un seguimiento histórico desde la década de los cincuentas hasta
¨la actualidad¨ (la conversación es del 2008). En varios momentos de la
conversación se relaciona a Farocki con Godard, Didi-Huberman dice que Godard
¨tiene algo de Malraux¨ y ¨es más lírico¨, mientras que a Farocki quizás podría
llamársele ¨contrapuntístico¨. Lo más interesante que se dice sobre la relación
Godard-Farocki es de Farocki: ¨el montaje narrativo dice una y otra vez: soy
fluido, soy fluido. Y es lo opuesto [...]. Fue Godard el que, en sus filmes
narrativos, allá por 1968, siguió el montaje¨ (se refiere al narrativo), ¨pero
con un cambio de énfasis. El close-up
aparecía abruptamente, se quedaba mucho tiempo, pero los arreglos ganaban
autonomía frente al contexto narrativo.¨ Más interesante aún, lo más
interesante de toda la conversación, también es de Farocki:
Cuando fui a la universidad y
estudié la oposición Eisenstein-Griffith, me puse naturalmente del lado del
primero. No sólo porque Eisenstein significaba la revolución y Griffith el cine
comercial, que parecía llegar a su fin. En el futuro, ya no iba a ser
importante narrar fábulas, sino filmar pensamientos o alcanzar pensamientos
cinematográficos. Por otra parte, con su Montaje de Ideas Eisenstein resistió
más tarde al realismo socialista degenerado. Pero resultó que el montaje de
contrastes, el Montaje de Ideas, sólo mostraba oposiciones muy simples:
pobre-rico, o claro-oscuro. En el cine narrativo, el montaje se deriva, de
hecho, de la historia. Pero, cuando se ven los detalles, también se encuentran
oposiciones en la posición del corte. Sólo hay dos principios para cortar:
similitud y oposición.
Podríamos intentar concluir que todo
cine es narrativo, pero que existen varias formas, varias tradiciones de
narración desde los recursos del cine. Deberíamos recordar, con Piglia, que el
nacimiento del cine es contemporáneo al debate sobre la literatura como arte o
como entretenimiento, y que antes que quejas lo que deberíamos sacar de ese
debate es la consciencia de una liberación: la novela que ya no tiene que
preocuparse por la expectativa del consumo masivo. Podríamos usar ese mismo
razonamiento para criticar la tonta queja de que la gente ya no ve cine sino
solamente Transformers: el cine que
ya no tiene que preocuparse por la expectativa del consumo masivo, las salas
casi vacías, los festivales de cine, museos dedicados a la preservación del
arte en el siglo XXI. Y es posible ir aún más lejos, fijarnos en que nuestro
tiempo es aquel en que hemos podido conocer algo del cine de Luis Castillo
gracias al trabajo de Kinetoscopio Monstruo, darnos cuenta de que nuestro
tiempo es el de la preocupación por el placer de contar y también es de una accesibilidad impresionante para alimentar esa preocupación, y que urgen criterios
historiográficos para organizar, interpretar, citar, comentar, montar el cine
Boliviano. ¿Y en manos de quién está ese trabajo? Kuleshov dice: ¨La guerra
seguía en 1916 y los mercados internacionales se le cerraron a Rusia. A causa
de esto, el cine Ruso comenzó a desarrollarse rápida e independientemente. Arremolinándose
entorno a las películas habían discusiones, disputas, análisis; gacetas de cine
y revistas empezaron a aparecer; en las páginas de las revistas teatrales una
disputa teórica emergió. La riña era acerca de si el cine era una forma de arte
o no. Nosotros -la joven generación de cineastas- nos comprometimos con esta
disputa con la más activa participación, a pesar del hecho de que no teníamos
argumentos, no teníamos evidencia de que el cine era un arte.¨