Es sobre Visages villages
(2017) de
Agnès Varda
y JR.
por Joaquín Tapia Guerra
Paisajes simples, desenfadados,
con una linda corrección de color. Un documental francés de un
millón de dólares, con cinco productoras y una distribuidora
asociadas, que ha estado en Cannes fuera de competición y ha
perdido el Oscar contra Icarus (Fogel, 2017). Unos créditos
iniciales, video posproducido que quiere parecer dibujo a pulso, que
hacen recuerdo a los de P’tit Quinquin (Dumont, 2014). Un
título que al traducirse pierde su sonoridad homófona: Faces
places, Caras lugares, Visages villages. Y dos
realizadores. JR, joven fotógrafo francés que comenzó como
grafitero y famoso, al parecer, por sacar retratos de personas,
generalmente en lugares tercermundistas, imprimirlas luego en blanco
y negro en formato gigantesco con un camión muy equipado y hipster
en el que viaja, y colarlas en paredes y suelos de lugares públicos.
Agnès Varda, vieja cineasta belga que también comenzó como
fotógrafa, que, siempre dicen, fue la iniciadora de la Nouvelle
vague con esa forma de película que un poco inventó en La pointe
courte (1956), amiga de Resnais, Marker, Godard, todos los
grandes, de sempiterno peinado honguito teñido de guindo, aunque sin
el cuidado de cubrir muy pronto el blanco entero que se revela cuando
su cabello de nuevo crece. Hace poco, ella ha hecho Les plages
d’Agnès (2008), donde empieza diciendo algo muy parecido al
título de esta nueva película, empieza diciendo (se los traduzco):
‘‘si abriéramos a la gente encontraríamos paisajes, si me
abriera yo encontraríamos playas’’.
En suma, una viejita encantadora
capaz de prometer que el cine no se agota, no se consume, a pesar del
tiempo, y que en Visages villages ya está algo ciega pero aun
así admira en su libro una foto de una pareja de viejitos cubanos
que JR coló sobre paredes deshechas, que la hace preguntarse cómo
es posible que no se hayan conocido antes, él y ella. Entonces
empiezan actuando y explicando en off de qué maneras no se han
conocido. Es chistoso, original. Se avisan de su mutuo interés: él,
que no ha olvidado sus películas, todos esos frescos que tanto lo
han marcado; ella, que sus fotos la han escandalizado, que verlo con
sus gafas negras le ha hecho recuerdo a Godard. Se ve entonces a
Godard sin gafas, la única vez que se las quitara a pedido de ella,
en esa pequeña película muda que hay dentro de Cléo de 5 à 7
(1962).
‘‘JR responde a aquello que
más deseo: las caras que encuentro, fotografiarlas, para que no
caigan demasiado pronto en los huecos de mi memoria.’’
Juntos empiezan un viaje hacia el
norte de Francia, una región que Varda recordaba por sus postales de
mineros, y que con el pretexto de las fotos gigantescas de JR, van
visitando de puerta en puerta. Eso es la película. Lugares alejados
de Francia, hijos de mineros, campesinos réquete modernizados a la
europea, charlas breves y sinceras con la gente, música melosa sobre
dollys de las paredes que van quedando cubiertas de fotos a su paso.
Algo comienza a parecer sospechoso. Sin querer, es como si le hubiese
estado haciendo un reclamo a la película. ¿Demasiado risueño? Mi
radar boliviano me estaba pidiendo tristeza
al lado de toda esa cosa de la memoria, de las fotos del recuerdo, y
la iba a haber, en la película la iba a haber, pero esas guitarritas
no me terminaban de convencer, ese no sé qué de las fotos que
salían del camión de JR, instagrameras aunque lindas. Porque eso
era pues Instagram en un principio: corrección de color estilo
vintage, textura de vejez digitalmente falseada, Polaroid para el
viajero posmoderno de hoy. Sin embargo, la amistad entre el fotógrafo
treintañero y la veterana cineasta ochentona, que era lo que
impulsaba esta película, para mí, era asombrosa, lograba sentirse
normal y verdadera.
Una casualidad estudiantil me ha
hecho leer Lezama Lima poco después de ver Visages villages;
un texto en particular: ‘‘Mitos y cansancio clásico’’.
También ahí se habla del paisaje. El paisaje, como una cosa que
siempre está en devenir, dice, que va primero hacia un sentido
regalado por el historicismo, para luego continuar hacia una visión
histórica entregada por una imagen participando en la historia.
Según el texto, lo segundo sería lo mejor, y esto de alguna manera
se ejemplifica y se expone hasta llegar a proponer un método que
tiene que ver con el hecho de que eventualmente, en la historia, será
imposible usar otra técnica que no sea la ficción, pero una ficción
de mitos, que se vuelve a su vez nuevos mitos, ‘‘con nuevos
cansancios y terrores’’. Para facilitar, creo que esto se
entiende bastante bien con un dicho que he visto a mi amiga Luciana
Decker citar hace poco: ‘‘recordar es volver a vivir’’. En
adelante el texto se dedica a hablar de cómo Hegel decidió no
contemplar Latinoamérica para su Filosofía de la historia
universal, del Popol vuh, de los problemas y las
potencias latinoamericanas en este mundo a todas luces barrido por
una ficción voraz e histórica que agarramos sólo a veces, sólo a
través de imágenes.
Todo esto trae a la memoria, otra
vez, aquella pregunta con que interrogaron a José Luis Guerín
durante su visita al Radical del 2016: ¿qué es documental? ¿qué
es ficción? Y como en su película Guest (2010) dice
enérgicamente Akerman, se puede volver a responder: no hay
diferencia. Pero la voz, por lo demás demasiado institucional, desde
la que esa vez vino la pregunta impone como un bloque de
contemporaneidad, que sólo puede sernos estreñidor. Sin embargo aquí,
con Lezama, se hace posible devolverle una incumbencia personal: como
si el bloque tuviese la misión de impedirnos ver la importancia que
efectivamente tiene esta pregunta, así sea para nunca jamás
responderla. Todo esto trae a la memoria, además, otro texto de
Walter Benjamin, que a la insistencia mi profesora explicaba que
Lezama no podría haber leído, porque su texto es de 1957, y
Benjamin fue traducido al español recién en los sesentas. Cito un
recorte: ‘‘Para los historiadores que desean revivir una era,
Fustel de Coulanges recomienda ocultar todo lo que saben acerca del
curso que la historia siguió. No hay mejor forma de caracterizar el
método con que rompió el materialismo histórico. Es un proceso de
empatía cuyo origen es la indolencia del corazón, acedia,
que se desespera con agarrar y sujetar la genuina imagen histórica
cuando ésta pasa velozmente. Entre los teólogos medievales era
considerada la causa principal de tristeza. Flaubert, quien estaba
familiarizado con esto, escribió: «Poca
gente adivinará cuánto ha hecho falta estar triste para resucitar
Cártago.» La
naturaleza de esta tristeza descolla más claramente si uno pregunta
con quién simpatizan realmente los que se adhieren al historicismo.
La respuesta es inevitable: con el vencedor.’’
Aquí
pueden parar de leer quienes no quieran perderse una linda sorpresa
de Visages villages
que todavía no he dicho. A
su llegada, como dijera una vez Herzog sobre Korine, esta sorpresa me
ha hecho caer de mi silla, y al terminar como termina me ha hecho
quedar aun más triste que un historicista. Paren
de leer entonces, si así lo deciden, o si no sigan.
Toda
chocha de amistad, Varda decide llevar a JR a visitar a otro amigo
suyo de larga data.
Los dos realizadores están en un tren, durmiendo, ya sólo faltan
diez minutos de película y ahí ella le avisa: ‘‘Tengo
algo para ti.’’ Se nota que está nerviosa, le
pregunta a él si también está nervioso. Él le pregunta: ‘‘¿Cómo
va a ir este reencuentro?’’ ‘‘Vamos a ver, vamos a ver. Como
él es imprevisible
no se puede saber.’’ ‘‘¿Por qué él es así?’’
pregunta. ‘‘Porque es muy solitario, es un filósofo solitario.
Él ha creado el cine, ha cambiado el cine, él mismo. Y sus
películas son bellas. Es un inventor, un buscador. Necesitamos gente
así en el cine.’’
Llegan
a la casa de Jean-Luc Godard, quien los recibe con la
puerta cerrada y un mensaje codificado.
Varda casi se pone a llorar: el mensaje quiere hacerle recuerdo de
Jacques Demy, su difunto esposo, y
una película de ella cuyo título significa: al lado de la playa.
Es
increíble cómo estas partes de películas se vuelven entrañables,
y tremendas,
no sólo por ellas, sino porque le
permiten a uno imaginarse
todo un mundo de personas, de vidas y amistades que se abrazaban lado
a lado con las películas
que iban saliendo con los años, y que son lo único que podemos
tener cerca ahora. Y el
gesto de Godard de plantarlos, de perramente no aparecer, que te hace
sentir por un rato cerca de todo ese cine que tú, como Varda quizás
no y seguramente JR
tampoco,
has admirado pero visto siempre desde lejitos,
como intimidado.
La
playa saca
de
Varda un recuerdo:
una temporada que pasaron en Niza Godard, Anna Karina, Demy y ella.
Godard, dice, leía todo el día y Anna Karina se la pasaba diciendo:
‘‘No sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer?’’, casi como una
niña diciéndole a sus papás que está aburrida. Te
hace dar pena y risa a la vez la
posición en que se veía
atrapada Anna Karina por no poder entrar a
ese doble mundo de amistad y trabajo, un mundo al que al final quizás
JR tampoco entra, mundo de
amistades que te obligan a
aprender con dolor a interpretar silencios.