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Tuesday, October 2, 2018

Más que la aristocracia de ser bueno: sobre el V Festival de Cine Radical 2018

por: Joaquín Tapia Guerra



Más que la aristocracia de ser bueno” es verso de un poema que Carlos Medinaceli firmó hace exactos cien años en su revista Gesta Bárbara, en Potosí. Que así empiece este intento de dar cuenta de la quinta versión del Festival de Cine Radical que acaba de concluir. Por dos motivos. Uno: porque el autor de ese verso, me han enseñado, tuvo el coraje de decirse a sí mismo que no tenía suficiente talento y dejó la poesía para volverse crítico. Tal decisión (que acobarda mi ridícula vanidad juvenil), me parece, es urgente de nuevo hoy día, porque tras 5 años el Radical ya perpetúa cierta tibieza entre 3 instituciones que son las únicas capaces de construir un cine, siempre que estas sepan dónde empiezan y dónde terminan: el público, los cineastas y la crítica. Dos: porque sospecho que el rápido crecimiento del Festival tal vez mañana deje una huella igual de grande que la del Grupo Ukamau, cualquiera sea el reset sectario que ese logro vaya a significar. Ante tal sospecha, en este nuestro rubro que es la crítica de cine, qué mejor que arrimarnos temprano a la sensatez de ese verso, o sea, a la sabiduría de que tras toda bondad irreflexiva se ocultan un desamor total por el cine y una altanería peligrosamente anacrónica.



El Festival promueve películas a las que llama radicales. Sergio Zapata, uno de sus fundadores, hace unas semanas explicaba al periódico este criterio selectivo. Películas pequeñas, que asuman el riesgo de una producción sin dinero ni actores, que no ambicionen alfombras rojas, que sean experimentales y no convencionales. Como decía en el primer boletín de Nuevas Pornos para el Festival, estas características no pueden ser exclusivas del cine boliviano, sino que expresan algo parecido a un ímpetu común a todo cine que es marginal en el sentido de tercermundista. En su interior albergan tal diversidad que sería un error usarlas de única base para cualquier lectura. Se han vuelto una bandera y por eso deberían inspirar más duda que confianza, porque en torno a su sello de experimentación audaz, de bajos recursos, de cero glamour, de pequeñez, me parece, hay un aire que prohíbe hallar en ellas, a ratos, también un conservadurismo moral o técnico.


¿Dónde percibo esto? Por ejemplo, en lo sonoro del título Warmi Fílmica con que una parte de la programación fue etiquetada. Me parece encontrar ahí una doble alusión codificada con poca sutileza. De antemano, toda una serie de curiosidades y fascinaciones importantes es entregada al público con una especie de prólogo que grita: estas películas son feministas y saben decir una o dos palabras en aymara, o sea cuentan con las dos correcciones políticas de rigor. Hay algo ingenuo ahí, pero de una ingenuidad que nada tiene de infantil, sino de un sumergirse en la ola, cualquiera, no importa, con tal de esquivar el pavor de otro descubrimiento individual e incierto. ¿Dónde percibo esto? En el hecho de no saber decidir si mi resistencia personal a Algo quema (Ovando, 2018) es mero producto de una rivalidad entre pandillas, y así, tristemente, de la inmadurez de nuestra joven no-industria. Al criticar Algo quema aquí, en Nuevas Pornos, no creo que hayamos superado la rabia de sabernos críticos de una película que quiere competir con la nuestra, o sea con Fuera de campo (Guzman, 2017). Henos aquí frente a una ironía del destino perfectamente explicable por la negligencia de nuestra Cinemateca. Fuera de campo es la película de un historiador sin archivo, Algo quema la de un cineasta sin afán historiográfico pero sí con archivo fílmico abundante e inédito. Mientras tanto novedades bolivianas y extranjeras de verdad insólitas se nos escapan, sus estrenos no convocan la misma concurrencia. ¿Dónde...? Por ejemplo en Il siciliano (Sepúlveda-Adriazola-Pizarro, 2018). La única noche que se proyectó hubo unas 10 personas en la sala. Es curioso, porque en un país donde no hay FIC Valdivia ni BAFICI que dé cara trasatlántica al cine marginal, o sea donde la sección Panorama no tiene presupuesto para traer lo último de Godard, Lav Diaz y Hong Sang-Soo, son películas como Il siciliano las únicas que nos pueden enseñar sobre los deslumbres para cinéfilos desde otros terceros mundos. No sé dar nombre a la sensación que me da todo esto, pero John Campos, el programador de esta película, parece tener una palabra cabal: proselitismo. Lo que un festival de presupuesto-cero como el Radical o como el suyo (el Transcinema de Perú) hace, dice, no es tanto selección ni curaduría, sino proselitismo. Proselitismo, en el más amplio y constructivo sentido del término, porque si nadie escribe de estas películas que vimos hoy en el Festival, dice, mañana ya todos se habrán olvidado. Y esas palabras me han llegado a los oídos como una lluvia fresca a apagar una angustia, pero también me han dejado inconforme. Sin duda el cine es como un fuego que arde con furia majestuosa pero que también se está gastando demasiado rápido, y este fenómeno ahoga a las películas endebles con tal violencia que es como si ya nacieran viejas, cansadas y aburridas de la vida. John Campos da un ejemplo: el plano contemplativo à la Lisandro Alonso, tercamente largo y fijo, que hace sólo 10 años era algo nuevo, dice, y hoy nos tiene hastiados. Pero esas palabras me han dejado inconforme, decía, y creo que es porque recordar uno que otro título no puede ser la única función de la crítica; si escribimos, debiera ser para charlar al lado de una película en busca de lo que haya en ella de perdurable, de aprendible y enseñable.

Il siciliano y Mar negro (Alarcón, 2018) tienen en común el acercarse a alguien con una curiosidad dócil. Hay que explicar eso. Por dios sólo sabe qué circunstancia desafortunada, nuestros críticos de cine aquí en Bolivia (los que leo) descifran un guión, acusan agendas políticas o desconciertan en obediencia a alguna insincera coima, pero no se fijan mucho en la artesanía de una película. Admiro a algunos de esos críticos, pero hay un hermetismo liberador en la voluntad de leer estilos en lugar de temas, artesanías en lugar de banderas, que en principio podría parecer un error de lectura pero no lo es. Y no me refiero a que toda película esté dividida en forma y contenido; esa división imaginaria es una necesidad enojosa del trabajo crítico posterior, pero justamente por eso, siempre es preferible ir desde la forma hacia el contenido y no a la inversa. Me parece que esto permite mejor valorar la constitución de una película en vez de decidir qué ideas promueve o condena.

Decía: la curiosidad dócil que tienen en común estas dos películas nace de una situación para todos familiar en que uno, no como cineasta, como ser humano, conoce a alguien y se siente cautivado por ese alguien, como un enamoramiento en su primer estado. Tal origen para una producción de cine provoca que el cineasta, a veces sin advertirlo, renuncie a su derecho a decidir qué hará ese alguien frente a la cámara: tan solo le pida que se deje filmar. Creo que idealmente todo documental empieza por aquí, ya sea que el objeto de su capricho sea una persona, un lugar, otra película, otro tiempo. Y creo que una de las mejores ficciones es la que logra revivir esta magia de primer conocimiento negociando su derecho a la dirección, y para eso hay mañas que aprendemos y copiamos de otros o que inventamos nosotros mismos, mañas que a veces son dificilísimas de deducir en una película ya acabada, a tal punto que puede llegar a ser un despropósito preguntar si lo que se está viendo es ficción o documental.

Il siciliano y Mar negro son películas enamoradas de una persona, de Juan Carlos Avatte septuagenario bohemio y fabricante de pelucas, la una, de Hugo Montero poeta lírico recluso y envejecido en un psiquiátrico, la otra. O sea, cada uno a su manera, dos locos, dos excéntricos, dos maestros del vivir una bella existencia y a la vez dos anónimos sin historia que leer antes o después de esa existencia. Aquí me parece que encontramos uno de los afanes políticos del cine: si estos tipos no son nadie, si no hay historia que se haya detenido a hablar de ellos ni una triste línea, ¿por qué eso tiene que significar que ellos no puedan también ser históricos, dignos de recuerdo y monumento? Esa falta de una historia, que por un momento pareciera que sus películas pretenden darles, da a las imágenes filmadas de Avatte y Montero un cariz sutil de tragedia. Según creo, de la sobriedad con que se maneje esta delicada sensación depende la principal calidad de una película de este tipo, porque justamente ahí ese primer enamoramiento es posible compartirlo a una audiencia o echarlo a perder en un morbo incómodo. 

Puede que sea un error, sin embargo, el creer que Avatte y Montero son unos équises. Son tipos que tienen su aura, cada uno la suya, una bien única y llena de matices, y medio fugitiva e intrascendente también, como un encanto silencioso que hay que esperar harto rato para ver. Esto conduce a una forma de filmar y editar que es un poco como esculpir: aprovechar una forma ya dada para hacer algo con ella, filmar sin mucho poder decidir encuadres ni duraciones pero desarrollando de eso cierta intuición, filmar todo lo que se pueda y después escoger. También como un acto de fe porque todas las sensaciones cósmicas a veces no se dan, y un montón de trabajo puede acabar habiendo sido en vano. También como cruzar algún umbral imperdonable porque hacer película de la intimidad cotidiana de una persona, incluso con su consentimiento, incluso con sumo respeto, como sucede en estas dos películas, siempre tiene un mínimo de cinismo. Y también como entrar en un mundo donde una modesta constelación de otras personas gravita, como es ley, en torno a aquel que tiene su aura; como sumarse a esas personas y gravitar también por todo el tiempo que se esté dispuesto a filmar, minutos, días, meses, años.

De todo esto idealmente debería surgir otro tipo de duración y compromiso en el cine: el permanecer en esa convivencia filmada, paradójicamente, más allá del interés de hacer una película, y acompañar cada momento a riesgo de ser cargoso, pero atento a no invadir demasiado alevosamente en nada, lo cual resulta más difícil de lo que uno pensaría. Digamos, uno pide permiso para filmar, pero la persona que concedió el permiso no puede hablar por sus amistades. Uno está ya grabando, todo está charlado y de repente aparecen otras personas, todas nuevas, desconocidas hasta entonces. ¿Qué hacer? Una opción es parar de grabar y explicarles a la rápida el asunto, otra es seguir y esperar que acepten con la mirada. Lo segundo no siempre funciona. Lo primero tampoco. Pero suponiendo que todo marchase bien hasta ahí, digamos que con el protagonista uno ha acordado pagarle cierta suma de dinero, ¿qué con los nuevos?, ¿hacerse al loco?, ¿pagarles también?, ¿y con qué dinero?, ¿y qué si no vuelven a aparecer?, ¿pagarles menos? Se dirá: en ficción no debe haber esas incertidumbres y en documental no hay modo de resolverlas, así que simplemente no se paga nada. En los hechos las cosas no deben ser del todo así; en todo caso, sí lo son en buena medida. El documental debe ser el tipo de cine que menos paga a las personas que filma. Ahí podría haber una contradicción muy alarmante. ¿Cómo es posible que el cine que más laures social-reivindicacionistas recibe sea, a la vez, el menos social-remuneracionista de todos? Por lo demás, tal vez sea normal que en una ex-colonia el arte incurra con tal frecuencia en el empleo de un modo feudal a pesar de la supuesta novedad de su discurso, que no se entienda ni a sí mismo y pisotee harta gente en el camino. 

Filmar así siempre va a ser aprovecharse al menos un poco de la gente, pero no solamente: también es abrir paso a revelaciones que de otro modo tal vez nunca ocurrirían, inesperadas, además, para cada nueva película y cada nueva audiencia. Por ejemplo para mí, no propiamente los poemas de Montero sino su forma de decirlos, de gritarlos, de hacer remix de ellos como si los jalase desde un lugar donde no habitan impresos lado a lado, sino juntos, imposiblemente, en algo parecido a un refugio mnemotécnico y voluble para su literatura. Aquí en el mundo de las palabras sin imagen y sonido, debería citarlo, pero no he querido que esto sea una reseña, ni tampoco una apología ni una reprobación del tipo de documental que son Il siciliano y Mar negro. Quisiera que sea un reclamo al daño de usar banderas como si fuesen opiniones críticas, o sea, al hecho de que para hablar de nuestro cine tendamos más por una autoayuda hipócrita y medio violenta que por el gusto de charlar de películas.