“Más
que la aristocracia de ser bueno” es verso de un poema que Carlos
Medinaceli firmó hace exactos cien años en su revista Gesta
Bárbara, en Potosí. Que así empiece este intento de dar cuenta de
la quinta versión del Festival de Cine Radical que acaba de
concluir. Por dos motivos. Uno: porque el autor de ese verso, me han
enseñado, tuvo el coraje de decirse a sí mismo que no tenía
suficiente talento y dejó la poesía para volverse crítico. Tal
decisión (que acobarda mi ridícula vanidad juvenil), me parece, es
urgente de nuevo hoy día, porque tras 5 años el Radical ya perpetúa
cierta tibieza entre 3 instituciones que son las únicas capaces de
construir un cine, siempre que estas sepan dónde empiezan y dónde
terminan: el público, los cineastas y la crítica. Dos: porque
sospecho que el rápido crecimiento del Festival tal vez mañana deje
una huella igual de grande que la del Grupo Ukamau, cualquiera sea el
reset sectario que ese logro vaya a significar. Ante tal sospecha, en
este nuestro rubro que es la crítica de cine, qué mejor que
arrimarnos temprano a la sensatez de ese verso, o sea, a la sabiduría
de que tras toda bondad irreflexiva se ocultan un desamor total por
el cine y una altanería peligrosamente anacrónica.
El
Festival promueve películas a las que llama radicales. Sergio
Zapata, uno de sus fundadores, hace unas semanas explicaba al
periódico este criterio selectivo. Películas pequeñas, que asuman
el riesgo de una producción sin dinero ni actores, que no ambicionen
alfombras rojas, que sean experimentales y no convencionales. Como
decía en el primer boletín de Nuevas Pornos para el Festival, estas
características no pueden ser exclusivas del cine boliviano, sino
que expresan algo parecido a un ímpetu común a todo cine que es
marginal en el sentido de tercermundista. En su interior albergan tal
diversidad que sería un error usarlas de única base para cualquier
lectura. Se han vuelto una bandera y por eso deberían inspirar más
duda que confianza, porque en torno a su sello de experimentación
audaz, de bajos recursos, de cero glamour, de pequeñez, me parece,
hay un aire que prohíbe hallar en ellas, a ratos, también un
conservadurismo moral o técnico.
¿Dónde
percibo esto? Por ejemplo, en lo sonoro del título Warmi Fílmica
con que una parte de la programación fue etiquetada. Me parece
encontrar ahí una doble alusión codificada con poca sutileza. De
antemano, toda una serie de curiosidades y fascinaciones importantes
es entregada al público con una especie de prólogo que grita: estas
películas son feministas y saben decir una o dos palabras en aymara,
o sea cuentan con las dos correcciones políticas de rigor. Hay algo
ingenuo ahí, pero de una ingenuidad que nada tiene de infantil, sino
de un sumergirse en la ola, cualquiera, no importa, con tal de esquivar
el pavor de otro descubrimiento individual e incierto. ¿Dónde
percibo esto? En el hecho de no saber decidir si mi resistencia
personal a Algo quema (Ovando, 2018) es mero producto de una
rivalidad entre pandillas, y así, tristemente, de la inmadurez de
nuestra joven no-industria. Al criticar Algo quema aquí, en Nuevas
Pornos, no creo que hayamos superado la rabia de sabernos críticos
de una película que quiere competir con la nuestra, o sea con Fuera
de campo (Guzman, 2017). Henos aquí frente a una ironía del destino
perfectamente explicable por la negligencia de nuestra Cinemateca.
Fuera de campo es la película de un historiador sin archivo, Algo
quema la de un cineasta sin afán historiográfico pero sí con
archivo fílmico abundante e inédito. Mientras tanto novedades
bolivianas y extranjeras de verdad insólitas se nos escapan, sus
estrenos no convocan la misma concurrencia. ¿Dónde...? Por ejemplo
en Il siciliano (Sepúlveda-Adriazola-Pizarro, 2018). La única noche
que se proyectó hubo unas 10 personas en la sala. Es curioso, porque
en un país donde no hay FIC Valdivia ni BAFICI que dé cara
trasatlántica al cine marginal, o sea donde la sección Panorama no
tiene presupuesto para traer lo último de Godard, Lav Diaz y Hong
Sang-Soo, son películas como Il siciliano las únicas que nos pueden
enseñar sobre los deslumbres para cinéfilos desde otros terceros
mundos. No sé dar nombre a la sensación que me da todo esto, pero
John Campos, el programador de esta película, parece tener una
palabra cabal: proselitismo. Lo que un festival de presupuesto-cero
como el Radical o como el suyo (el Transcinema de Perú) hace, dice,
no es tanto selección ni curaduría, sino proselitismo.
Proselitismo, en el más amplio y constructivo sentido del término,
porque si nadie escribe de estas películas que vimos hoy en el
Festival, dice, mañana ya todos se habrán olvidado. Y esas palabras
me han llegado a los oídos como una lluvia fresca a apagar una
angustia, pero también me han dejado inconforme. Sin duda el cine es
como un fuego que arde con furia majestuosa pero que también se está
gastando demasiado rápido, y este fenómeno ahoga a las películas
endebles con tal violencia que es como si ya nacieran viejas,
cansadas y aburridas de la vida. John Campos da un ejemplo: el plano
contemplativo à la Lisandro Alonso, tercamente largo y fijo, que
hace sólo 10 años era algo nuevo, dice, y hoy nos tiene hastiados.
Pero esas palabras me han dejado inconforme, decía, y creo que es
porque recordar uno que otro título no puede ser la única función
de la crítica; si escribimos, debiera ser para charlar al lado de
una película en busca de lo que haya en ella de perdurable, de
aprendible y enseñable.
Il
siciliano y Mar negro (Alarcón, 2018) tienen en común el acercarse
a alguien con una curiosidad dócil. Hay que explicar eso. Por dios
sólo sabe qué circunstancia desafortunada, nuestros críticos de
cine aquí en Bolivia (los que leo) descifran un guión, acusan
agendas políticas o desconciertan en obediencia a alguna insincera
coima, pero no se fijan mucho en la artesanía de una película.
Admiro a algunos de esos críticos, pero hay un hermetismo liberador
en la voluntad de leer estilos en lugar de temas, artesanías en
lugar de banderas, que en principio podría parecer un error de
lectura pero no lo es. Y no me refiero a que toda película esté
dividida en forma y contenido; esa división imaginaria es una
necesidad enojosa del trabajo crítico posterior, pero justamente por
eso, siempre es preferible ir desde la forma hacia el contenido y no
a la inversa. Me parece que esto permite mejor valorar la
constitución de una película en vez de decidir qué ideas promueve
o condena.
Decía:
la curiosidad dócil que tienen en común estas dos películas nace
de una situación para todos familiar en que uno, no como cineasta,
como ser humano, conoce a alguien y se siente cautivado por ese
alguien, como un enamoramiento en su primer estado. Tal origen para
una producción de cine provoca que el cineasta, a veces sin
advertirlo, renuncie a su derecho a decidir qué hará ese alguien
frente a la cámara: tan solo le pida que se deje filmar. Creo que
idealmente todo documental empieza por aquí, ya sea que el objeto de
su capricho sea una persona, un lugar, otra película, otro tiempo. Y
creo que una de las mejores ficciones es la que logra revivir esta
magia de primer conocimiento negociando su derecho a la dirección, y
para eso hay mañas que aprendemos y copiamos de otros o que
inventamos nosotros mismos, mañas que a veces son dificilísimas de
deducir en una película ya acabada, a tal punto que puede llegar a
ser un despropósito preguntar si lo que se está viendo es ficción
o documental.
Il
siciliano y Mar negro son películas enamoradas de una persona, de
Juan Carlos Avatte septuagenario bohemio y fabricante de pelucas, la
una, de Hugo Montero poeta lírico recluso y envejecido en un
psiquiátrico, la otra. O sea, cada uno a su manera, dos locos, dos
excéntricos, dos maestros del vivir una bella existencia y a la vez
dos anónimos sin historia que leer antes o después de esa
existencia. Aquí me parece que encontramos uno de los afanes
políticos del cine: si estos tipos no son nadie, si no hay historia
que se haya detenido a hablar de ellos ni una triste línea, ¿por
qué eso tiene que significar que ellos no puedan también ser
históricos, dignos de recuerdo y monumento? Esa falta de una
historia, que por un momento pareciera que sus películas pretenden
darles, da a las imágenes filmadas de Avatte y Montero un cariz
sutil de tragedia. Según creo, de la sobriedad con que se maneje
esta delicada sensación depende la principal calidad de una película
de este tipo, porque justamente ahí ese primer enamoramiento es
posible compartirlo a una audiencia o echarlo a perder en un morbo
incómodo.
Puede
que sea un error, sin embargo, el creer que Avatte y Montero son unos
équises. Son tipos que tienen su aura, cada uno la suya, una bien
única y llena de matices, y medio fugitiva e intrascendente también,
como un encanto silencioso que hay que esperar harto rato para ver.
Esto conduce a una forma de filmar y editar que es un poco como
esculpir: aprovechar una forma ya dada para hacer algo con ella,
filmar sin mucho poder decidir encuadres ni duraciones pero
desarrollando de eso cierta intuición, filmar todo lo que se pueda y
después escoger. También como un acto de fe porque todas las
sensaciones cósmicas a veces no se dan, y un montón de trabajo
puede acabar habiendo sido en vano. También como cruzar algún
umbral imperdonable porque hacer película de la intimidad cotidiana
de una persona, incluso con su consentimiento, incluso con sumo
respeto, como sucede en estas dos películas, siempre tiene un mínimo
de cinismo. Y también como entrar en un mundo donde una modesta
constelación de otras personas gravita, como es ley, en torno a
aquel que tiene su aura; como sumarse a esas personas y gravitar
también por todo el tiempo que se esté dispuesto a filmar, minutos,
días, meses, años.
De
todo esto idealmente debería surgir otro tipo de duración y
compromiso en el cine: el permanecer en esa convivencia filmada,
paradójicamente, más allá del interés de hacer una película, y
acompañar cada momento a riesgo de ser cargoso, pero atento a no
invadir demasiado alevosamente en nada, lo cual resulta más difícil
de lo que uno pensaría. Digamos, uno pide permiso para filmar, pero
la persona que concedió el permiso no puede hablar por sus
amistades. Uno está ya grabando, todo está charlado y de repente
aparecen otras personas, todas nuevas, desconocidas hasta entonces.
¿Qué hacer? Una opción es parar de grabar y explicarles a la
rápida el asunto, otra es seguir y esperar que acepten con la
mirada. Lo segundo no siempre funciona. Lo primero tampoco. Pero
suponiendo que todo marchase bien hasta ahí, digamos que con el
protagonista uno ha acordado pagarle cierta suma de dinero, ¿qué
con los nuevos?, ¿hacerse al loco?, ¿pagarles también?, ¿y con
qué dinero?, ¿y qué si no vuelven a aparecer?, ¿pagarles menos?
Se dirá: en ficción no debe haber esas incertidumbres y en
documental no hay modo de resolverlas, así que simplemente no se
paga nada. En los hechos las cosas no deben ser del todo así; en
todo caso, sí lo son en buena medida. El documental debe ser el tipo
de cine que menos paga a las personas que filma. Ahí podría haber
una contradicción muy alarmante. ¿Cómo es posible que el cine que
más laures social-reivindicacionistas recibe sea, a la vez, el menos
social-remuneracionista de todos? Por lo demás, tal vez sea normal
que en una ex-colonia el arte incurra con tal frecuencia en el empleo
de un modo feudal a pesar de la supuesta novedad de su discurso, que
no se entienda ni a sí mismo y pisotee harta gente en el
camino.
Filmar
así siempre va a ser aprovecharse al menos un poco de la gente, pero
no solamente: también es abrir paso a revelaciones que de otro modo
tal vez nunca ocurrirían, inesperadas, además, para cada nueva
película y cada nueva audiencia. Por ejemplo para mí, no
propiamente los poemas de Montero sino su forma de decirlos, de
gritarlos, de hacer remix de ellos como si los jalase desde un lugar
donde no habitan impresos lado a lado, sino juntos, imposiblemente,
en algo parecido a un refugio mnemotécnico y voluble para su
literatura. Aquí en el mundo de las palabras sin imagen y sonido,
debería citarlo, pero no he querido que esto sea una reseña, ni
tampoco una apología ni una reprobación del tipo de documental que
son Il siciliano y Mar negro. Quisiera que sea un reclamo al daño de
usar banderas como si fuesen opiniones críticas, o sea, al hecho de
que para hablar de nuestro cine tendamos más por una autoayuda
hipócrita y medio violenta que por el gusto de charlar de películas.