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Friday, September 29, 2017

NUESTROS AÑOS NUNCA VAN A PODER SONAR HISTÓRICOS o ESTOS CORTOS PERUANOS QUE NOS HA TRAÍDO EL JOHN CAMPOS


por Joaquín Tapia Guerra


            Primero, como es frecuente, Pablo Barriga estaba vendiendo textos traducidos por él y su hermano en las antesalas de las proyecciones del Radical, a un precio que sólo cubre el costo del papel y las grapas. Entre ellos estaba Dispersión y montaje: una conversación entre Harun Farocki, Georgres Didi-Huberman y Ludger Schwarte en el Schaulager, y las preocupaciones y los nombres que resonaban en esa conversación, por una parte, al menos para mí, hacían recuerdo a las preocupaciones y los nombres que también han resonado en torno a las fechas del Radical de este año. Por otra parte, esta conversación está muy alejada de nosotros y en nada se parece a las del Radical, al menos no para mí. Entonces el propósito de este texto es explicar la doble impresión que he tenido al leer esta conversación traducida por Pablo Barriga, y al hacerlo, hablar de las películas de los colegas bolivianos, de amor y de cine, como siempre, las cosas que importan. 

           
            En el 2013, Mauricio Souza publicaba en el periódico Página Siete su comentario sobre la película Yvy Marey, de Juan Carlos Valdivia. En el final dice: ¨Yvy Marey sea acaso la mejor película de Valdivia. Si le reprochamos que sea tan charlada en su búsqueda o tan didáctica en sus alegorías culturales, lo hacemos conscientes de que es una película que ya parte de un grado cero: está muy bien hecha.¨ Y en su libro The art and politics of bolivian cinema, José Sánchez dice que en 1913 un artículo en el periódico El Tiempo celebraba las imágenes de Luis Castillo por ser ¨tan nítidas como las producciones extranjeras y que la cámara de Castillo capturaba vívidamente las imágenes de la ciudad.¨ Este salto de cien años a través de la prensa boliviana, ¿qué es capaz de revelarnos? He dicho antes, de manera más tímida, que el cine es un campo de batallas políticas entre países mucho más grandes que el nuestro. Esto es cierto y vamos a discutirlo más adelante, pero por ahora otra cosa nos importa, algo que es como una sospecha: quizás en el cine de todo el mundo, cada cien años y por ciertas casualidades específicas de las disponibilidades técnicas, la cosa se democratiza y es como si una pequeña ventana se abriera en donde es posible alcanzar los mismos valores de producción sin importar cuál sea el país desde el cual trabajamos para hacer cine. Quizás no. Es una sospecha.
            Pero por diversión supongamos que así es. ¿Qué sería importante sacar de ese supuesto? Para mí, dos cosas. Primero, que el solo hecho de sospechar algo así ya nos delata, ya deja claro que no estamos en Hollywood y que por eso nos preocupa la democratización de los valores de producción. Segundo, que lo que se lee entre líneas en esos dos recortes de prensa es una preocupación, muy característica de los cineastas y del público boliviano, por desvestir a nuestras películas de toda t'ampullez inherente; dicho de otro modo, por quitarles su valor distintivo, añadido espontáneo, que interpretamos tristemente como falta de calidad e inevitable recurrencia a los temas de pobreza, hambre, educación, revolución: lugares comunes de nuestro tercer mundo. Pero de aquí sale una discusión que no nos va a llevar a ninguna parte, así que cambiemos de curso.
            Quizás la mejor manera de cambiar de curso sin perder de mente lo que veníamos diciendo sería fijarnos en esto que decía Kuleshov sobre el naciente movimiento del cine ruso, durante los mismos años en que Luis Castillo aparecía comentado en El Tiempo:

            Primero que nada, dividimos el cine en tres tipos básicos: el cine Ruso, el cine Europeo y el cine Americano. [...] Cuando empezamos a comparar las películas típicamente Americanas, típicamente Europeas y típicamente Rusas, nos dimos cuenta de que eran distintivamente diferentes una de la otra en su construcción. Nos dimos cuenta de que en una secuencia particular de una película Rusa habían, digamos, diez a quince empalmes, diez a quince arreglos diferentes, [...] mientras en la película Americana podían haber desde 80, a veces hasta 100, tomas independientes.

            E inmediatamente después añade:

                  Las películas Americanas tomaron el primer lugar en provocar reacciones de la audiencia; las películas Europeas tomaron el segundo; y las películas Rusas, el tercero. Nos sentimos particularmente intrigados por esto, pero en el comienzo no lo entendíamos.

            Hay en las palabras de Kuleshov una consciencia fundamentada en las circunstancias políticas de la época. Esta consciencia consiste en saber que las películas de cada país son productos significativamente distintos que a su vez producen reacciones significativamente distintas en la audiencia. Tal consciencia es igual de clara e influyente aquí en Bolivia, también existe desde hace tiempo, pero no es para nada tan explícita. Lo que Kuleshov procede a decir luego del fragmento que cito es que él y su grupo se dedicaron a ver películas y a estudiarlas, a pensar en sus aspectos formales, a pensar si en verdad había una cualidad que demostrara que el cine era un arte. Ese trabajo, emprendido además de manera tan consciente, no tiene parangón en Bolivia.
            Aquí nos detenemos. Las preguntas que deben seguir a estos razonamientos quizás podrían ser: ¿Cuál es el origen de la preocupación por que nuestras películas se vean bien hechas o iguales a las extranjeras? ¿La superioridad técnica en la realización del cine tiene siempre que ir de la mano de la superioridad económico-política de un país por sobre otro? ¿La t'ampullez inherente en el cine Boliviano responde únicamente a una inferioridad técnica o tiene otras causas? ¿Por qué nunca ha habido una continuidad en la reflexión acerca de las cualidades específicas de un cine Boliviano en comparación con otros? ¿Por qué tal reflexión, cuando la hubo de manera intermitente, no partió, como en el caso de Kuleshov y sus colegas, desde los mismos cineastas?


            El viernes 15 de septiembre he visto algunas películas traídas al Radical de este año por el programador peruano John Campos. He visto Dictado (Edward de Ybarra, 2016, 18'), Q'ellucha (Marco Panatonic, 2016, 11'), Cocachauca (Analucía Roeder y Julieta Gutiérrez, 2016, 45') y Más amor, por favor (Adalí Torres, 2016, 23'). De estos cuatro, los mejores sin duda eran Cocachauca y Más amor, por favor. Lo que los hizo increíbles para mí era ante todo su sonido y su edición. En Más amor, por favor las personas se filman entre ellas mismas y así sus juegos y el paso del tiempo se logra sentir muy natural, muy tranquilo. En cierto momento las ideologías LGBT se apoderan del discurso del corto y ahí se arruina un poco, pero antes el sonido y los gestos arman un ritmo que la edición sabe articular bien, antes Amador (el protagonista) realmente logra comunicarnos sus deseos y sus miedos y su vida, y las siluetas en un cerro de arena en medio del smog limeño, el sonido de los roces y el color de los rubores de veras nos erizan la piel.
            Cocachauca es más tremendo. Agua, escarchas, ruidos electrónicos, cosas vistas generalmente bien de cerca, naturaleza, hormigas, perspectivas confusas que te hacen girar la cabeza, casas hechas mierda. La sensación de tener un soundtrack de cuatro pesos, a lo Korine o Godard, pero mezclado de manera experimental, con distorsiones, efectos y delays que vuelven a la película un viaje alucinante. La sensación de comparar esta selección titulada ¨Radicalismos peruanos¨ con otras más flacas. La sensación, que ni películas tan guerrilleras como las de César Gonzalez activan, de la sala vacía, la persona que te reconoce de la proyección anterior y entra y se sienta cerca pero no a tu lado, como en película de Tsai Ming-Liang, y uno se dice a sí mismo oh por dios se van a lastimar, estas personas se van a lastimar, se van a romper sus esperanzas de conocerse y todo va a terminar en algún parque deshecho en medio de lágrimas solitarias, pero la sensación de murmullos cojudos igual, de blocs de notas aunque todos sepamos que se va a escribir en los celulares, y la bulla emputante de la película de la sala 1, que interrumpe los silencios de la nuestra.
            El cine está vivo. Le agradecemos al Radical el hacernos recuerdo, por lo menos una vez al año, de que no todo es cuestión de ver películas en la computadora. Se lo agradecemos a los estrenos bolivianos también, que por patriotas o por amigos nos sacan de nuestros cuartos y nos empujan a las salas de cine. Y salimos pálidos, habiendo olvidado que ver películas en el cine también se trata de renegar por las personas que salen en media proyección a comprarse una coca-cola mini y vuelven a entrar sin remordimiento.
            Sin planteárselo, en estos cuatro años el Radical también ha sido testimonio de la relación, de cineastas y de programadores, con nuestros vecinos peruanos. Videofilia (Juan Daniel Molero, 2015, 112') está ahí; cómo los colegas bolivianos se han traumado de que gane el Festival de Rotterdam; cómo los peruanos han invitado a Gilmar Gonzales a dar talleres sobre la posibilidad de leer a qué tradiciones se adscribe una película a partir de sus planos-contra planos; cómo ahora, dos años más tarde, John Campos trae siete nuevas películas a Bolivia. Sin duda nuestros vecinos son más productivos, en sus películas logran huevear menos enojosa o culposamente, saben editar mejor, entienden la gigante importancia del sonido, pensado no desde ideas separadas de banda sonora, sonido directo y foley, sino como un conjunto y las sensaciones que es capaz de producir y comunicar. Lo mejor que nos ha traído y nos sigue trayendo el Radical es esta relación tan cercana que tenemos con el cine Peruano.


            Ahora sí, volvamos a la conversación que titula Dispersión y montaje. Esta conversación se desarrolla en torno a una película reciente de Farocki, Aufstellung (2005, 16'). No he podido encontrar la película en internet, pero de lo que hablan se entiende que es un corto que monta imágenes que son ¨ensamblaje de texto e imagen¨, algo así como el anuncio de Panzani que observa Barthes en Lo obvio y lo obtuso, pero no restringidas a publicidades, sino también simples letreros, gráficos en periódicos, revistas, libros, noticieros, etcétera. El tema de las imágenes son las migraciones laborales hacia Alemania, organizadas en un seguimiento histórico desde la década de los cincuentas hasta ¨la actualidad¨ (la conversación es del 2008). En varios momentos de la conversación se relaciona a Farocki con Godard, Didi-Huberman dice que Godard ¨tiene algo de Malraux¨ y ¨es más lírico¨, mientras que a Farocki quizás podría llamársele ¨contrapuntístico¨. Lo más interesante que se dice sobre la relación Godard-Farocki es de Farocki: ¨el montaje narrativo dice una y otra vez: soy fluido, soy fluido. Y es lo opuesto [...]. Fue Godard el que, en sus filmes narrativos, allá por 1968, siguió el montaje¨ (se refiere al narrativo), ¨pero con un cambio de énfasis. El close-up aparecía abruptamente, se quedaba mucho tiempo, pero los arreglos ganaban autonomía frente al contexto narrativo.¨ Más interesante aún, lo más interesante de toda la conversación, también es de Farocki:

                  Cuando fui a la universidad y estudié la oposición Eisenstein-Griffith, me puse naturalmente del lado del primero. No sólo porque Eisenstein significaba la revolución y Griffith el cine comercial, que parecía llegar a su fin. En el futuro, ya no iba a ser importante narrar fábulas, sino filmar pensamientos o alcanzar pensamientos cinematográficos. Por otra parte, con su Montaje de Ideas Eisenstein resistió más tarde al realismo socialista degenerado. Pero resultó que el montaje de contrastes, el Montaje de Ideas, sólo mostraba oposiciones muy simples: pobre-rico, o claro-oscuro. En el cine narrativo, el montaje se deriva, de hecho, de la historia. Pero, cuando se ven los detalles, también se encuentran oposiciones en la posición del corte. Sólo hay dos principios para cortar: similitud y oposición.

            Podríamos intentar concluir que todo cine es narrativo, pero que existen varias formas, varias tradiciones de narración desde los recursos del cine. Deberíamos recordar, con Piglia, que el nacimiento del cine es contemporáneo al debate sobre la literatura como arte o como entretenimiento, y que antes que quejas lo que deberíamos sacar de ese debate es la consciencia de una liberación: la novela que ya no tiene que preocuparse por la expectativa del consumo masivo. Podríamos usar ese mismo razonamiento para criticar la tonta queja de que la gente ya no ve cine sino solamente Transformers: el cine que ya no tiene que preocuparse por la expectativa del consumo masivo, las salas casi vacías, los festivales de cine, museos dedicados a la preservación del arte en el siglo XXI. Y es posible ir aún más lejos, fijarnos en que nuestro tiempo es aquel en que hemos podido conocer algo del cine de Luis Castillo gracias al trabajo de Kinetoscopio Monstruo, darnos cuenta de que nuestro tiempo es el de la preocupación por el placer de contar y también es de una accesibilidad impresionante para alimentar esa preocupación, y que urgen criterios historiográficos para organizar, interpretar, citar, comentar, montar el cine Boliviano. ¿Y en manos de quién está ese trabajo? Kuleshov dice: ¨La guerra seguía en 1916 y los mercados internacionales se le cerraron a Rusia. A causa de esto, el cine Ruso comenzó a desarrollarse rápida e independientemente. Arremolinándose entorno a las películas habían discusiones, disputas, análisis; gacetas de cine y revistas empezaron a aparecer; en las páginas de las revistas teatrales una disputa teórica emergió. La riña era acerca de si el cine era una forma de arte o no. Nosotros -la joven generación de cineastas- nos comprometimos con esta disputa con la más activa participación, a pesar del hecho de que no teníamos argumentos, no teníamos evidencia de que el cine era un arte.¨