Sobre La
libertad del diablo (Everardo González, 2017), México, 74'
por Joaquín Tapia Guerra
La
libertad del diablo es la séptima película de Everardo González. Como ésta,
la que hizo el año pasado, El Paso,
creo que también tiene que ver con las atrocidades que el pueblo mexicano sufre
con el cartel en esa zona fronteriza del norte que se llama Ciudad Juárez. El Paso sobre los reporteros anónimos, La libertad del diablo sobre las víctimas
y los cuatreros. Testimonios, buenas preguntas que les hace González a sus
entrevistados, overlappings a la Herzog (esto se entenderá después), música fea
de zumbidos oníricos, pero ante todo mucha investigación.
Everardo, además, ha venido a
Bolivia hace dos años, ha dado charlas magistrales al lado de otros célebres
latinoamericanos de los cuales uno siempre se entera recién a la ocasión del
evento mismo que los presenta. Miento; Lisandro Alonso estaba entre ellos, y a
él sí lo ubicaba. A ver, quizás recuerden este anuncio:
En su ensayo sobre la tristeza,
Montaigne habla de un rey egipcio (no recuerdo al pie de la letra) que tras
perder a sus hijos no manifestó ningún signo de tristeza, pero que a la muerte
de uno de sus subalternos rompió en lágrimas. Le preguntaban porqué llorar por
un simple soldado y no por sus hijos, su propia sangre. Él respondía que porque
hay dolores demasiado enormes para los cuales no hay ninguna vía de expresión,
así que en esos casos es mejor callar, mientras que otros dolores más pequeños,
como la muerte de su soldado, sí es posible llorarlos.
La sensación de ver La libertad del diablo hace pensar en
eso. El dolor, las víctimas, las culpas, los desaparecidos, las familias rotas,
la primera vez que asesinas a un niño, la vez que te dan un Audi A4 cuando
todavía tienes catorce años, el rato que empiezas a ubicar la jerga de los
cuatreros (¨una raya más al tigre¨, ¨chacal con calavera¨), los calibres de las
pistolas, la vez que reconoces el ¨tennis¨ de tus hijos en medio de la tierra y
lloras y gritoneas preguntas a los que han hecho eso, puros adolescentes
incapaces de mirarte a los ojos. Ya. Pero ¿está bien mostrar eso? Se puede
intentar justificar: la historia terrible del sufrimiento de estas personas que
han estado a uno y otro lado de la pistola, es importante comunicarla a todo el
mundo, volverla una preocupación generalizada; la sensación de ver todos los
días en las noticias datos de esas atrocidades y no hacer nada, que sería
imperdonable, no lo dejaría a Everardo vivir consigo mismo; quizás el morbo es
culpa del filmar y no de un propósito, en principio, morboso; etcétera.
Sin embargo hay dos cosas que me
hacen dudar. Al salir de la proyección, mi amigo Simón ha dicho: (parafraseo)
lo que ha pasado en México es una mina de oro para los que hacen estas películas.
Eso es lo primero, y lo segundo es que el recuerdo que me he llevado de la
visita de Everardo en el 2015 es uno de desconfianza y desagrado. ¿Por qué? No
me es posible argumentar con autoridad profética, pero son esas cosas con las
que una persona juzga, un poco de antemano y otro poco con evidencias, si va a
creer o no en alguien. Aquí, eran las miradas furtivas con que escaneaba a las
talleristas, lo que respondía más a sus preguntas que a las del resto, lo que
hablaba de storyline, de estructuras de tres actos, de giros de tuerca y todas
esas cosas empalagosas que uno aprende a odiar en las convenciones de
cineastas/cinéfilos/cinelucradores.
Pero también es una película con
cierta medida de gusto que la eleva por encima de otras cosas. Las máscaras con
que habla toda la gente, color piel, con unos huecos para boca, ojos, orejas y
nariz, con costuras unas veces bien hechas y otras medio caseras al borde de
unos trazos antes marcados con bolígrafo negro. Los overlappings (que arriba
llamo a la Herzog) de un primer plano de las personas sólo mirando, pero ya con
el audio de ellas mismas hablando, y luego de unos segundos corte a la imagen
correspondiente a ese audio, como invitando a mirar esas caras aunque estén
enmascaradas, tan expresivas y macabras. Las cosas que hablan las personas, la
manera en que las preguntas breves de Everardo las conducen por buenos lugares,
por curiosidades que nosotros como espectadores también teníamos ratito antes
que él las diga. La música, que yo he detestado pero seguro a muchos les va a
gustar, estilo ratos-solemnes-y-pensativos-después-de-la-proeza-de-algún-héroe-en-Game-of-thrones. Se puede seguir.
Hoy por hoy yo no veo nada de
televisión y creo que eso se puede extender como la insignia de nuestro tiempo.
Lo que pasan en la tele es basura y en la tele nacional triple basura, encima
groseramente bien pagada-- hace renegar. Si al lado de sus planes
festivaleros, a este tipo de películas se les indicara su notable mérito periodístico y se les propusiera a sus realizadores
conformar una nueva guarnición de infantería (o sea los primeros que van a
morir) que se encargue de hacer los programas de una nueva televisión, quizás
los jóvenes dejaríamos de meternos 24/7 en nuestras laptops y podríamos
volvernos a sentar con nuestras familias a ver History Channel de vez en
cuando.