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Wednesday, May 15, 2019

Difuntos y azorellas paceñas

Aprovechando la presentación de SONIDOS/ESPACIOS en la cinemateca boliviana el sábado 18 de mayo de 2019 a las 1930, les compartimos este texto de Marcelo Gonzales respecto a la propuesta del conjunto En Árbol Difunto y de Azorella.



Difuntos y azorellas paceñas

Marcelo Gonzales

Algo tiene La Paz que puede incitar al silencio, a la observación muy puntualizada, detenida y seria de lo circundante, a la búsqueda de una oscuridad que ilumine por contraste, esclarecedora de otros algos de similar sutileza, claro, para el que decida inclinarse hacia esos lindes, alejándose de las modas y dirigiéndose al menos por pequeños lapsos a una estancia más propia de lo atemporal. Incluso el consumo de oxígeno, más bajo que el promedio, quizás influencie en esos efectos, un poco dándonos un toque de muerte, de necesidad de soledad o interioridad gigante en los más osados. Me acuerdo al volver de vacaciones de La Habana disfrutar en una sala del aeropuerto de Lima del sonido de la charla entre dos coterráneos a los cuales apenas se les podían oír las "s" levemente silbadas, contrastando con fuerza con el mulato de Centro Habana y su amigo descendiente de pirata diente frío hablando a gritos, declarándose a cuanta escultura de voz dulce se subía a la guagua. El que vive en una altura como la nuestra está obligado a detenerse ante el cerro, al menos un momento. No sabe de lo que se está perdiendo el que cree que vivir en La Paz es lo mismo que vivir en Miami o Timbuktú, los negocios son los mismos, no teniendo una necesidad natural de contemplar la alta montaña nevada con emoción, al menos algunas veces en su vida, o tratar de sentir el peso del cuerpo en el mirador, oyendo todo el sonido de la hoyada como uno solo, no el pájaro separado de la bocina histérica.






Acabo de recordar que nunca vi un grupo de rock progresivo a la Crimson allá en la isla cubana. Vi hasta metaleros del partido comunista con camisetas negras del che, jazzistas y reguetoneros por montones, uno que otro trovador con rastas, pero no rockeros progresivos, que de seguro deben existir, y muy buenos, por el nivel de técnica musical al que suelen llegar los instrumentistas allá en la isla, pero no como algo frecuente. Eso me lleva a donde iba: acá en La Paz existe un serio compromiso por parte de algunos artistas, en este caso músicos, con la contemplación, la comprensión de lo que es la ciudad, el país, la calle, la altura, uno mismo, sus calaveras y ángeles, todos estos como entes complejos e interconectados, parecidos a la corona de cerros que nos rodea y a la mezcla barroca de yatiris ojiverdes misteriosos de la cabecera del valle, chocos a la gringa, chocos a la india, abogansters, pacos corruptos, mujeres como magas, brujas, cholas, peruanos y uno mismo, medio brunette aindiado con algo de todos los anteriores, tratando de ser artista, filósofo y ser humano, tratando de regular sus perillas y parecerse en algo a la belleza séptuple que organiza la luz. Es decir, existe una complejidad profunda  y silente en nuestra ciudad, nuestra condición, nuestro propio estilo y ser paceño, que puede parecerse, infiltrarse o dialogar muy bien con ciertas expresiones del arte, por ejemplo, con cierto rock progresivo, música con muchas aristas, subidas y bajadas, cortes súbitos, acumulaciones, momentos, transformaciones, intentos de ir un poco más allá, un poco más extenso, rozar lo extremo.

Entre algunas otras, a todas estas ideas me llevó el concierto que dieron el pasado viernes en el espacio “INNI”, “Azorella” y “En Árbol Difunto”. Desde la salida, aún en los efectos de la catarsis me dije: Escribiré algo, también para decirles o sugerirles un par de cosas a mis cuates, porque son mis amigos pues los entes de ambas bandas. Más allá de que el hecho mismo de un concierto como cierre de ciclos y pequeñas despedidas tuvo ya una carga alta de emocionalidad, la música, que es la que siempre manda, me hizo viajar, pensar, no pensar, morir, reír, querer llorar, bailar en mi asiento hecho al metalero, con ganas de hacer rock, como un niño. Un primer punto que me es necesario resaltar es la madurez. Entiéndase lo siguiente: No existen genios, o lo que existe es la perfección de la idea: “genio”, quizás más colaborándonos desde el buen deseo de querer alcanzarla día tras día. Pero el motor real y primordial es el trabajo, mucho trabajo, entregado, loco, intenso. Horas. Si el mismo maestro Paco de Lucía, que es como una serpiente de Oriente hablaba así, que los miles de genios que están rondando por ahí se cuestionen un poco.  Me conmovió ver a la madurez a la que han llegado los Azorella boys. Creo que la última vez que los vi fue en el Equinoccio en noviembre del 2017, compartiendo concierto con La Burkina y si aún allí ya mostraban una buena canalización de ciertas ideas y búsqueda de contraste, profundidad, en lo interpretativo de repente les faltaba más solidez, afinación, etc. Ahora todo ha llegado a un punto de mucha y evidente madurez, que se siente y llega a los oídos y a los nervios directamente. Les oí decir o entendí que su cierre de ciclo correspondía a despedirse de ciertas piezas o de un disco. Ya que su encuentro se efectúa después de un año de no tocar yo les sugeriría no abandonar por completo esas músicas. La música nunca termina de madurar, como uno mismo. Al final esas piezas pueden ser refugios, territorios a los cuales acudir en las sequías. Hagan nueva música pero como intérpretes no abandonen esas otras piezas, que además muchos recién comenzarán a oír y soñar en vivo. Que quede claro que esto son sugerencias. Hagan lo que tengan que hacer. En cuanto a “En Árbol Difunto”, tienen algo muy propio ya desde la misma ejecución del sonido. Las dos guitarras con cuerdas de nylon (no es sólo que yo veo guitarras nylon y me derrito como hielo al sol) obligan a la batería a cambiar de baquetas y al rock mismo a bajarse unos cuantos decibeles, respaldados por el cello y sus otros dos compañeros para enfrentar el reto de mantener ese factor de búsqueda constante de variación y clímax que tiene este tipo de rock progresivo. El rasgueo de la guitarra casi como un reemplazante de la distorsión. Las voces de mis amigos cantando con todo, entregando el alma, hablando del cuerpo, de la distancia, de los cuartos, de eso que se asienta un poco más allá de lo que tenemos ante nuestras narices peludas y retocadas. A ustedes igual les sugiero no abandonar músicas, no decidir no tocarlas nunca más, y seguir trabajando más allá de las distancias físicas, que les aseguro pueden ser menores de lo que se suele creer. Recalco que sólo son sugerencias de pana y colega. Yo vengo o quiero venir del mundo de los viejos latinoamericanos y en ese ámbito nunca se habló de no volver a tocar una música, al menos que sea por un despecho muy incurable o una intensa historia similar. Como dije, son refugios, son seres ya a parte de nosotros. No los encerremos en la red de por vida. Pero quizás finalmente mi deseo es un poco egoísta y va de lado de querer volver a ver tales piezas, volver a vivir tales momentos, lo que resulta ilusorio: “Nadie se baña dos veces en el mismo río” (H.). Acá termino este ensayo. A seguirle dando manivela a nuestra música, La Paz. Difuntos, azorellas, lo mismo, como parte.



Sunday, November 11, 2018

Nuevas Pornos #5


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Contenido



Algo quema – Marcelo Guzman

¿Dónde está nuestro canon? – Joaquín Tapia

Mar negro – Miguel Hilari

Filmar peruanos/Filmar bolivianos – Gilmar Gonzales 

Más que la aristocracia de ser bueno – Joaquín Tapia

Fotografías de Chicani

Tuesday, October 2, 2018

Más que la aristocracia de ser bueno: sobre el V Festival de Cine Radical 2018

por: Joaquín Tapia Guerra



Más que la aristocracia de ser bueno” es verso de un poema que Carlos Medinaceli firmó hace exactos cien años en su revista Gesta Bárbara, en Potosí. Que así empiece este intento de dar cuenta de la quinta versión del Festival de Cine Radical que acaba de concluir. Por dos motivos. Uno: porque el autor de ese verso, me han enseñado, tuvo el coraje de decirse a sí mismo que no tenía suficiente talento y dejó la poesía para volverse crítico. Tal decisión (que acobarda mi ridícula vanidad juvenil), me parece, es urgente de nuevo hoy día, porque tras 5 años el Radical ya perpetúa cierta tibieza entre 3 instituciones que son las únicas capaces de construir un cine, siempre que estas sepan dónde empiezan y dónde terminan: el público, los cineastas y la crítica. Dos: porque sospecho que el rápido crecimiento del Festival tal vez mañana deje una huella igual de grande que la del Grupo Ukamau, cualquiera sea el reset sectario que ese logro vaya a significar. Ante tal sospecha, en este nuestro rubro que es la crítica de cine, qué mejor que arrimarnos temprano a la sensatez de ese verso, o sea, a la sabiduría de que tras toda bondad irreflexiva se ocultan un desamor total por el cine y una altanería peligrosamente anacrónica.



El Festival promueve películas a las que llama radicales. Sergio Zapata, uno de sus fundadores, hace unas semanas explicaba al periódico este criterio selectivo. Películas pequeñas, que asuman el riesgo de una producción sin dinero ni actores, que no ambicionen alfombras rojas, que sean experimentales y no convencionales. Como decía en el primer boletín de Nuevas Pornos para el Festival, estas características no pueden ser exclusivas del cine boliviano, sino que expresan algo parecido a un ímpetu común a todo cine que es marginal en el sentido de tercermundista. En su interior albergan tal diversidad que sería un error usarlas de única base para cualquier lectura. Se han vuelto una bandera y por eso deberían inspirar más duda que confianza, porque en torno a su sello de experimentación audaz, de bajos recursos, de cero glamour, de pequeñez, me parece, hay un aire que prohíbe hallar en ellas, a ratos, también un conservadurismo moral o técnico.


¿Dónde percibo esto? Por ejemplo, en lo sonoro del título Warmi Fílmica con que una parte de la programación fue etiquetada. Me parece encontrar ahí una doble alusión codificada con poca sutileza. De antemano, toda una serie de curiosidades y fascinaciones importantes es entregada al público con una especie de prólogo que grita: estas películas son feministas y saben decir una o dos palabras en aymara, o sea cuentan con las dos correcciones políticas de rigor. Hay algo ingenuo ahí, pero de una ingenuidad que nada tiene de infantil, sino de un sumergirse en la ola, cualquiera, no importa, con tal de esquivar el pavor de otro descubrimiento individual e incierto. ¿Dónde percibo esto? En el hecho de no saber decidir si mi resistencia personal a Algo quema (Ovando, 2018) es mero producto de una rivalidad entre pandillas, y así, tristemente, de la inmadurez de nuestra joven no-industria. Al criticar Algo quema aquí, en Nuevas Pornos, no creo que hayamos superado la rabia de sabernos críticos de una película que quiere competir con la nuestra, o sea con Fuera de campo (Guzman, 2017). Henos aquí frente a una ironía del destino perfectamente explicable por la negligencia de nuestra Cinemateca. Fuera de campo es la película de un historiador sin archivo, Algo quema la de un cineasta sin afán historiográfico pero sí con archivo fílmico abundante e inédito. Mientras tanto novedades bolivianas y extranjeras de verdad insólitas se nos escapan, sus estrenos no convocan la misma concurrencia. ¿Dónde...? Por ejemplo en Il siciliano (Sepúlveda-Adriazola-Pizarro, 2018). La única noche que se proyectó hubo unas 10 personas en la sala. Es curioso, porque en un país donde no hay FIC Valdivia ni BAFICI que dé cara trasatlántica al cine marginal, o sea donde la sección Panorama no tiene presupuesto para traer lo último de Godard, Lav Diaz y Hong Sang-Soo, son películas como Il siciliano las únicas que nos pueden enseñar sobre los deslumbres para cinéfilos desde otros terceros mundos. No sé dar nombre a la sensación que me da todo esto, pero John Campos, el programador de esta película, parece tener una palabra cabal: proselitismo. Lo que un festival de presupuesto-cero como el Radical o como el suyo (el Transcinema de Perú) hace, dice, no es tanto selección ni curaduría, sino proselitismo. Proselitismo, en el más amplio y constructivo sentido del término, porque si nadie escribe de estas películas que vimos hoy en el Festival, dice, mañana ya todos se habrán olvidado. Y esas palabras me han llegado a los oídos como una lluvia fresca a apagar una angustia, pero también me han dejado inconforme. Sin duda el cine es como un fuego que arde con furia majestuosa pero que también se está gastando demasiado rápido, y este fenómeno ahoga a las películas endebles con tal violencia que es como si ya nacieran viejas, cansadas y aburridas de la vida. John Campos da un ejemplo: el plano contemplativo à la Lisandro Alonso, tercamente largo y fijo, que hace sólo 10 años era algo nuevo, dice, y hoy nos tiene hastiados. Pero esas palabras me han dejado inconforme, decía, y creo que es porque recordar uno que otro título no puede ser la única función de la crítica; si escribimos, debiera ser para charlar al lado de una película en busca de lo que haya en ella de perdurable, de aprendible y enseñable.

Il siciliano y Mar negro (Alarcón, 2018) tienen en común el acercarse a alguien con una curiosidad dócil. Hay que explicar eso. Por dios sólo sabe qué circunstancia desafortunada, nuestros críticos de cine aquí en Bolivia (los que leo) descifran un guión, acusan agendas políticas o desconciertan en obediencia a alguna insincera coima, pero no se fijan mucho en la artesanía de una película. Admiro a algunos de esos críticos, pero hay un hermetismo liberador en la voluntad de leer estilos en lugar de temas, artesanías en lugar de banderas, que en principio podría parecer un error de lectura pero no lo es. Y no me refiero a que toda película esté dividida en forma y contenido; esa división imaginaria es una necesidad enojosa del trabajo crítico posterior, pero justamente por eso, siempre es preferible ir desde la forma hacia el contenido y no a la inversa. Me parece que esto permite mejor valorar la constitución de una película en vez de decidir qué ideas promueve o condena.

Decía: la curiosidad dócil que tienen en común estas dos películas nace de una situación para todos familiar en que uno, no como cineasta, como ser humano, conoce a alguien y se siente cautivado por ese alguien, como un enamoramiento en su primer estado. Tal origen para una producción de cine provoca que el cineasta, a veces sin advertirlo, renuncie a su derecho a decidir qué hará ese alguien frente a la cámara: tan solo le pida que se deje filmar. Creo que idealmente todo documental empieza por aquí, ya sea que el objeto de su capricho sea una persona, un lugar, otra película, otro tiempo. Y creo que una de las mejores ficciones es la que logra revivir esta magia de primer conocimiento negociando su derecho a la dirección, y para eso hay mañas que aprendemos y copiamos de otros o que inventamos nosotros mismos, mañas que a veces son dificilísimas de deducir en una película ya acabada, a tal punto que puede llegar a ser un despropósito preguntar si lo que se está viendo es ficción o documental.

Il siciliano y Mar negro son películas enamoradas de una persona, de Juan Carlos Avatte septuagenario bohemio y fabricante de pelucas, la una, de Hugo Montero poeta lírico recluso y envejecido en un psiquiátrico, la otra. O sea, cada uno a su manera, dos locos, dos excéntricos, dos maestros del vivir una bella existencia y a la vez dos anónimos sin historia que leer antes o después de esa existencia. Aquí me parece que encontramos uno de los afanes políticos del cine: si estos tipos no son nadie, si no hay historia que se haya detenido a hablar de ellos ni una triste línea, ¿por qué eso tiene que significar que ellos no puedan también ser históricos, dignos de recuerdo y monumento? Esa falta de una historia, que por un momento pareciera que sus películas pretenden darles, da a las imágenes filmadas de Avatte y Montero un cariz sutil de tragedia. Según creo, de la sobriedad con que se maneje esta delicada sensación depende la principal calidad de una película de este tipo, porque justamente ahí ese primer enamoramiento es posible compartirlo a una audiencia o echarlo a perder en un morbo incómodo. 

Puede que sea un error, sin embargo, el creer que Avatte y Montero son unos équises. Son tipos que tienen su aura, cada uno la suya, una bien única y llena de matices, y medio fugitiva e intrascendente también, como un encanto silencioso que hay que esperar harto rato para ver. Esto conduce a una forma de filmar y editar que es un poco como esculpir: aprovechar una forma ya dada para hacer algo con ella, filmar sin mucho poder decidir encuadres ni duraciones pero desarrollando de eso cierta intuición, filmar todo lo que se pueda y después escoger. También como un acto de fe porque todas las sensaciones cósmicas a veces no se dan, y un montón de trabajo puede acabar habiendo sido en vano. También como cruzar algún umbral imperdonable porque hacer película de la intimidad cotidiana de una persona, incluso con su consentimiento, incluso con sumo respeto, como sucede en estas dos películas, siempre tiene un mínimo de cinismo. Y también como entrar en un mundo donde una modesta constelación de otras personas gravita, como es ley, en torno a aquel que tiene su aura; como sumarse a esas personas y gravitar también por todo el tiempo que se esté dispuesto a filmar, minutos, días, meses, años.

De todo esto idealmente debería surgir otro tipo de duración y compromiso en el cine: el permanecer en esa convivencia filmada, paradójicamente, más allá del interés de hacer una película, y acompañar cada momento a riesgo de ser cargoso, pero atento a no invadir demasiado alevosamente en nada, lo cual resulta más difícil de lo que uno pensaría. Digamos, uno pide permiso para filmar, pero la persona que concedió el permiso no puede hablar por sus amistades. Uno está ya grabando, todo está charlado y de repente aparecen otras personas, todas nuevas, desconocidas hasta entonces. ¿Qué hacer? Una opción es parar de grabar y explicarles a la rápida el asunto, otra es seguir y esperar que acepten con la mirada. Lo segundo no siempre funciona. Lo primero tampoco. Pero suponiendo que todo marchase bien hasta ahí, digamos que con el protagonista uno ha acordado pagarle cierta suma de dinero, ¿qué con los nuevos?, ¿hacerse al loco?, ¿pagarles también?, ¿y con qué dinero?, ¿y qué si no vuelven a aparecer?, ¿pagarles menos? Se dirá: en ficción no debe haber esas incertidumbres y en documental no hay modo de resolverlas, así que simplemente no se paga nada. En los hechos las cosas no deben ser del todo así; en todo caso, sí lo son en buena medida. El documental debe ser el tipo de cine que menos paga a las personas que filma. Ahí podría haber una contradicción muy alarmante. ¿Cómo es posible que el cine que más laures social-reivindicacionistas recibe sea, a la vez, el menos social-remuneracionista de todos? Por lo demás, tal vez sea normal que en una ex-colonia el arte incurra con tal frecuencia en el empleo de un modo feudal a pesar de la supuesta novedad de su discurso, que no se entienda ni a sí mismo y pisotee harta gente en el camino. 

Filmar así siempre va a ser aprovecharse al menos un poco de la gente, pero no solamente: también es abrir paso a revelaciones que de otro modo tal vez nunca ocurrirían, inesperadas, además, para cada nueva película y cada nueva audiencia. Por ejemplo para mí, no propiamente los poemas de Montero sino su forma de decirlos, de gritarlos, de hacer remix de ellos como si los jalase desde un lugar donde no habitan impresos lado a lado, sino juntos, imposiblemente, en algo parecido a un refugio mnemotécnico y voluble para su literatura. Aquí en el mundo de las palabras sin imagen y sonido, debería citarlo, pero no he querido que esto sea una reseña, ni tampoco una apología ni una reprobación del tipo de documental que son Il siciliano y Mar negro. Quisiera que sea un reclamo al daño de usar banderas como si fuesen opiniones críticas, o sea, al hecho de que para hablar de nuestro cine tendamos más por una autoayuda hipócrita y medio violenta que por el gusto de charlar de películas.


Sunday, September 16, 2018

Mar Negro

Oh potentes industriales que transformáis el mundo en maravilla
Escuchad mi voz de gratitud…

Desde el psiquiátrico de Sucre, alguien se dirige a los que transforman el mundo. “Mar Negro” registra los últimos días del poeta Hugo Montero en la institución en la que pasó la mayor parte de su vida.

La estructura de la película es sencilla.
Hugo Montero lee sus poemas en off, sobre pantalla negra.
Vemos la cotidianidad del psiquiátrico. Algunos segmentos están filmados en formato  HD apaisado, otros más antiguos en un SD más cuadrado. Es notorio que el HD parece interesarse más por la mecánica, por el funcionamiento del psiquiátrico. Muestra controles médicos, afeitadas y deporte. Al ser preguntados, los pacientes dicen estar en el año 1. Asistimos a paseos, escuchamos conversaciones e intuimos jerarquías. El SD en cambio son fragmentos, impresiones y miradas en un montaje asociativo. High Definition y Standard Definition. ¿Qué significan hoy estos conceptos, desde una ciudad boliviana de provincia? ¿Qué es high, y qué es standard? ¿Qué es definido, y cómo? En Mar Negro estas preguntas aparecen y desaparecen. La película, entre otras cosas, es un documental sobre cómo filmar, cómo acercase al otro.

También podríamos decir que Hugo Montero resalta en el psiquiátrico así como Mar Negro resalta en nuestro panorama cinematográfico.

Esos poemas en off son destellos de verdad. Se supone que el género documental registra una realidad más o menos objetiva. Podemos argumentar y decir que cada encuadre es un recorte y que cada película es una construcción, pero no vamos a negar que efectivamente a Hugo Montero lo afeitan de izquierda a derecha, que le gustan las chompas de lana, que llama al psiquiátrico “cárcel de inocentes” y que cuándo le preguntan si su obra habla de Dios, responde: “Algo”.
Eso es la realidad.

Sin embargo, los poemas que oímos en off abren una puerta, crean otro nivel de realidad. Sobre la pantalla negra aparece un resplandor. Otro mundo es posible.

Mar Negro nos recuerda lo que puede ser el cine.

Tuesday, September 11, 2018

Cómo matar a tu presidente de Ernesto Flores (2018, 60’) hoy a horas 18:30 en Radio Huayna Tambo

¿Dónde está nuestro canon?
Hoy a horas 18:30 en Radio Huayna Tambo: Cómo matar a tu presidente de Ernesto Flores, 2018, 60’

Una anécdota. Le contaba a mi hermana no hace mucho que estoy filmando una película y que el procedimiento que sigo consiste, casi siempre, en visitar personas, filmarlas sin agenda prevista, entrevistarlas a lo mucho y cruzar los dedos para que algo bueno pase mientras tanto. Decepcionada, ella ha respondido: lo que tú y tus amigos hacen no son películas, lo que hacen es hacer todo menos una película.
La relación inmediata que se me ha ocurrido. Marguerite Duras dijo exactamente las mismas palabras en un momento clarividente pero cursi en que, interpreto, hacía más un grito de guerra que un análisis formal. Hacer todo menos una película. Buscar otras formas de producción ahí donde no hay industria ni dinero. El auge del digital y de los terceros mundos. El empalago de mil artes contemporáneos.
El Radical. Tres películas de la programación han llegado a nuestras manos antes de tiempo, Algo quema, Mar negro y Wiñay. Panorama del más nuevo cine boliviano. Sin embargo, como antes ocurriera con el cine alteño, es otra película la que descubrimos: Cómo matar a tu presidente de Ernesto Flores. La película se pagó con 2000 bolivianos, se filmó en un mes y se editó en cinco días y tres trasnoches. Cámara amarrada a la cabeza del propio Flores, el plano-subjetivo-secuencia y el jump-cut proliferan con mano editora experta, su propia voz en off fluctuando con flexibilidad apabullante del diálogo diegético al monólogo interior. En principio parece tratar del propio Flores y sus amigos planeando algo que, por el título, tememos sea demasiado grave. Un montaje alterno articula esto con entrevistas. ¿Qué opina de la muerte de Orlando Figueroa? No sé, la  verdad no sé, ¿quién? ¿Qué cree que pasaría si lo matan al Evo? Luto, gasificaciones, ¿feriado? ¿Si vuelven a abrir un Mcdonalds irías? Obvio. El título pasa a ser otra cosa: es muy creativamente empleado como lo que es, un paratexto, y a partir de ahí impulsa el avance de esta película hacia el documental televisivo entrevistador de transeúntes, hacia la ficción rigurosamente subjetiva que te sumerge en el mundo de unos marihuaneros de la ladera paceña, hacia el préstamo youtubero low-res de la imagen traumante de Figueroa en llamas. Se construye una energía connotadora muy vasta y llena de risas cómplices a partir de ese juego tan creativo que intuitivamente edita como antes sólo se escribía.
El final. Flores sale por única vez de la cámara subjetiva para unas peleítas con su amigo y dealer. Un poco como ha dicho ya Leos Carax sobre Calvero y Rocky, Flores nos asombra con un final que también es el despliegue de su propia mortalidad frente a una cámara, trágica y ridícula y varonil como es el juego de peleítas. Si nuestro director se relee a sí mismo y no va edulcorando su imaginación en lo venidero, si aprende a dirigir a sus actores tan bien como edita, burlará de lejos aquel suicida ensimismamiento criollo que, como nos ha enseñado Mauricio Souza, hace cien años ya era una decadencia en Alcides Arguedas. Por lo pronto, en mi opinión, Cómo matar a tu presidente ya es un clásico.





Wednesday, August 1, 2018

Nuevas Pornos #4


Nuevas Pornos #4

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Colaboraciones

Una película escrita: Presentación para el libro Como mi vida de hormiga de Francisca Ramírez
Naomi Orellana

Pueblo chico

Eugenia (Martin Boulocq, 2018)
   1
    Gilmar Gonzales
   2
    Joaquín Tapia

Estudiar cine en Bolivia
   Entrevista a Jorge Sanjinés
   Entrevista a Sebastián Morales
    Miguel Hilari

Los cineastas de la UCB
Joaquín Tapia

Correspondencia

Pablo Barriga escribe
Diego Revollo escribe
Mauricio Souza y Alejandro Pereyra escriben

Friday, March 16, 2018

Paisajes simples

Es sobre Visages villages (2017) de Agnès Varda y JR.
por Joaquín Tapia Guerra

Paisajes simples, desenfadados, con una linda corrección de color. Un documental francés de un millón de dólares, con cinco productoras y una distribuidora asociadas, que ha estado en Cannes fuera de competición y ha perdido el Oscar contra Icarus (Fogel, 2017). Unos créditos iniciales, video posproducido que quiere parecer dibujo a pulso, que hacen recuerdo a los de P’tit Quinquin (Dumont, 2014). Un título que al traducirse pierde su sonoridad homófona: Faces places, Caras lugares, Visages villages. Y dos realizadores. JR, joven fotógrafo francés que comenzó como grafitero y famoso, al parecer, por sacar retratos de personas, generalmente en lugares tercermundistas, imprimirlas luego en blanco y negro en formato gigantesco con un camión muy equipado y hipster en el que viaja, y colarlas en paredes y suelos de lugares públicos. Agnès Varda, vieja cineasta belga que también comenzó como fotógrafa, que, siempre dicen, fue la iniciadora de la Nouvelle vague con esa forma de película que un poco inventó en La pointe courte (1956), amiga de Resnais, Marker, Godard, todos los grandes, de sempiterno peinado honguito teñido de guindo, aunque sin el cuidado de cubrir muy pronto el blanco entero que se revela cuando su cabello de nuevo crece. Hace poco, ella ha hecho Les plages d’Agnès (2008), donde empieza diciendo algo muy parecido al título de esta nueva película, empieza diciendo (se los traduzco): ‘‘si abriéramos a la gente encontraríamos paisajes, si me abriera yo encontraríamos playas’’.


En suma, una viejita encantadora capaz de prometer que el cine no se agota, no se consume, a pesar del tiempo, y que en Visages villages ya está algo ciega pero aun así admira en su libro una foto de una pareja de viejitos cubanos que JR coló sobre paredes deshechas, que la hace preguntarse cómo es posible que no se hayan conocido antes, él y ella. Entonces empiezan actuando y explicando en off de qué maneras no se han conocido. Es chistoso, original. Se avisan de su mutuo interés: él, que no ha olvidado sus películas, todos esos frescos que tanto lo han marcado; ella, que sus fotos la han escandalizado, que verlo con sus gafas negras le ha hecho recuerdo a Godard. Se ve entonces a Godard sin gafas, la única vez que se las quitara a pedido de ella, en esa pequeña película muda que hay dentro de Cléo de 5 à 7 (1962).  


‘‘JR responde a aquello que más deseo: las caras que encuentro, fotografiarlas, para que no caigan demasiado pronto en los huecos de mi memoria.’’

Juntos empiezan un viaje hacia el norte de Francia, una región que Varda recordaba por sus postales de mineros, y que con el pretexto de las fotos gigantescas de JR, van visitando de puerta en puerta. Eso es la película. Lugares alejados de Francia, hijos de mineros, campesinos réquete modernizados a la europea, charlas breves y sinceras con la gente, música melosa sobre dollys de las paredes que van quedando cubiertas de fotos a su paso. Algo comienza a parecer sospechoso. Sin querer, es como si le hubiese estado haciendo un reclamo a la película. ¿Demasiado risueño? Mi radar boliviano me estaba pidiendo tristeza al lado de toda esa cosa de la memoria, de las fotos del recuerdo, y la iba a haber, en la película la iba a haber, pero esas guitarritas no me terminaban de convencer, ese no sé qué de las fotos que salían del camión de JR, instagrameras aunque lindas. Porque eso era pues Instagram en un principio: corrección de color estilo vintage, textura de vejez digitalmente falseada, Polaroid para el viajero posmoderno de hoy. Sin embargo, la amistad entre el fotógrafo treintañero y la veterana cineasta ochentona, que era lo que impulsaba esta película, para mí, era asombrosa, lograba sentirse normal y verdadera.

Una casualidad estudiantil me ha hecho leer Lezama Lima poco después de ver Visages villages; un texto en particular: ‘‘Mitos y cansancio clásico’’. También ahí se habla del paisaje. El paisaje, como una cosa que siempre está en devenir, dice, que va primero hacia un sentido regalado por el historicismo, para luego continuar hacia una visión histórica entregada por una imagen participando en la historia. Según el texto, lo segundo sería lo mejor, y esto de alguna manera se ejemplifica y se expone hasta llegar a proponer un método que tiene que ver con el hecho de que eventualmente, en la historia, será imposible usar otra técnica que no sea la ficción, pero una ficción de mitos, que se vuelve a su vez nuevos mitos, ‘‘con nuevos cansancios y terrores’’. Para facilitar, creo que esto se entiende bastante bien con un dicho que he visto a mi amiga Luciana Decker citar hace poco: ‘‘recordar es volver a vivir’’. En adelante el texto se dedica a hablar de cómo Hegel decidió no contemplar Latinoamérica para su Filosofía de la historia universal, del Popol vuh, de los problemas y las potencias latinoamericanas en este mundo a todas luces barrido por una ficción voraz e histórica que agarramos sólo a veces, sólo a través de imágenes.

Todo esto trae a la memoria, otra vez, aquella pregunta con que interrogaron a José Luis Guerín durante su visita al Radical del 2016: ¿qué es documental? ¿qué es ficción? Y como en su película Guest (2010) dice enérgicamente Akerman, se puede volver a responder: no hay diferencia. Pero la voz, por lo demás demasiado institucional, desde la que esa vez vino la pregunta impone como un bloque de contemporaneidad, que sólo puede sernos estreñidor. Sin embargo aquí, con Lezama, se hace posible devolverle una incumbencia personal: como si el bloque tuviese la misión de impedirnos ver la importancia que efectivamente tiene esta pregunta, así sea para nunca jamás responderla. Todo esto trae a la memoria, además, otro texto de Walter Benjamin, que a la insistencia mi profesora explicaba que Lezama no podría haber leído, porque su texto es de 1957, y Benjamin fue traducido al español recién en los sesentas. Cito un recorte: ‘‘Para los historiadores que desean revivir una era, Fustel de Coulanges recomienda ocultar todo lo que saben acerca del curso que la historia siguió. No hay mejor forma de caracterizar el método con que rompió el materialismo histórico. Es un proceso de empatía cuyo origen es la indolencia del corazón, acedia, que se desespera con agarrar y sujetar la genuina imagen histórica cuando ésta pasa velozmente. Entre los teólogos medievales era considerada la causa principal de tristeza. Flaubert, quien estaba familiarizado con esto, escribió: «Poca gente adivinará cuánto ha hecho falta estar triste para resucitar Cártago.» La naturaleza de esta tristeza descolla más claramente si uno pregunta con quién simpatizan realmente los que se adhieren al historicismo. La respuesta es inevitable: con el vencedor.’’

Aquí pueden parar de leer quienes no quieran perderse una linda sorpresa de Visages villages que todavía no he dicho. A su llegada, como dijera una vez Herzog sobre Korine, esta sorpresa me ha hecho caer de mi silla, y al terminar como termina me ha hecho quedar aun más triste que un historicista. Paren de leer entonces, si así lo deciden, o si no sigan.

Toda chocha de amistad, Varda decide llevar a JR a visitar a otro amigo suyo de larga data. Los dos realizadores están en un tren, durmiendo, ya sólo faltan diez minutos de película y ahí ella le avisa: ‘‘Tengo algo para ti.’’ Se nota que está nerviosa, le pregunta a él si también está nervioso. Él le pregunta: ‘‘¿Cómo va a ir este reencuentro?’’ ‘‘Vamos a ver, vamos a ver. Como él es imprevisible no se puede saber.’’ ‘‘¿Por qué él es así?’’ pregunta. ‘‘Porque es muy solitario, es un filósofo solitario. Él ha creado el cine, ha cambiado el cine, él mismo. Y sus películas son bellas. Es un inventor, un buscador. Necesitamos gente así en el cine.’’

Llegan a la casa de Jean-Luc Godard, quien los recibe con la puerta cerrada y un mensaje codificado. Varda casi se pone a llorar: el mensaje quiere hacerle recuerdo de Jacques Demy, su difunto esposo, y una película de ella cuyo título significa: al lado de la playa.

Es increíble cómo estas partes de películas se vuelven entrañables, y tremendas, no sólo por ellas, sino porque le permiten a uno imaginarse todo un mundo de personas, de vidas y amistades que se abrazaban lado a lado con las películas que iban saliendo con los años, y que son lo único que podemos tener cerca ahora. Y el gesto de Godard de plantarlos, de perramente no aparecer, que te hace sentir por un rato cerca de todo ese cine que tú, como Varda quizás no y seguramente JR tampoco, has admirado pero visto siempre desde lejitos, como intimidado.


La playa saca de Varda un recuerdo: una temporada que pasaron en Niza Godard, Anna Karina, Demy y ella. Godard, dice, leía todo el día y Anna Karina se la pasaba diciendo: ‘‘No sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer?’’, casi como una niña diciéndole a sus papás que está aburrida. Te hace dar pena y risa a la vez la posición en que se veía atrapada Anna Karina por no poder entrar a ese doble mundo de amistad y trabajo, un mundo al que al final quizás JR tampoco entra, mundo de amistades que te obligan a aprender con dolor a interpretar silencios.